28 de enero de 2012

El Reggaetón mata

Yo, en medio de mi soledad europea tuve la mala suerte de que se me ocurriera una gran idea: volver a mi país. Y no es ironía. Resulta que es una idea grandiosa porque acá está mi familia y algunos amigos que quedan, y después de varios años fuera me di cuenta que al final eso es lo único que importa. Pero no deja de ser muy mala suerte, el ser colombiano; y no lo digo porque vuelvo a un país que está en guerra en el campo y los 'citadinos' no se quieren enterar; ni porque el catolicismo acá haya mutado en treinta mil sectas que enriquecen a charlatanes; ni porque dios no exista por su bondad, sino por la insistencia de la gente que va a esas sectas; ni porque esa misma gente se indigne más fácilmente porque un ignorante le pegue una patada a una lechuza, que por el asesinato sistemático de más de tres mil muchachos inocentes por parte del Estado. No. Eso ya lo tenía asumido antes de venir: lo digo porque al volver el Reggaetón me está matando.

No me deja en paz. Yo ni sé cómo se escribe ni quiero saberlo. Asumo que es una mutación demente del Reggae, que me parece bastante decente, y que algún genio centroamericano lo terminó en tón, así, sin ton ni son.

Para los que no sepan el Reggaetón también mata, y más cuando opera en un caldo de cultivo como Colombia. Donde el vivo es el que tiene más mujeres y el bobo el que estudia para tener un mejor futuro; donde el prestigio lo tiene una pistola y el desdén lo representa un libro; donde se va a aprender a una discoteca en lugar de a una biblioteca; y donde regularmente las mujeres entienden que el machismo sólo se da cuando les dan en la jeta, y no en las letras de las canciones. Mata porque les da licencia a los hombres para ser superiores a ellas tratándolas como objetos sexuales, lo que después se presta para que las controlen como se controla un televisor, y termina mutando en palizas que no cubren las pólizas, y en el peor de los casos, en muertes que no se registran en el noticiero RCN. Sin entrar a hablar de las pobres neuronas asesinadas en nombre del arte, ellas también fueron falsos positivos.

El otro día iba en el bus y escuchaba en una emisora local una canción que le decía a la mujer —porque hablaba de la mujer en forma genérica, que es el tema central del [de]género— que era una perra. Yo iba de pie y la chica de al lado repetía la palabra perra con mucho tumba'o mientras masticaba chicle, sin saber que la perra de la que hablaba Ñejo, eventualmente, sería ella.

También me pasa una cosa terrible. Trabajo con un muchacho de unos 20 años que pone Reggaetón todos los días, todo el día y a todo volumen en la oficina. El problema no es que nos toque escuchar su musica favorita, que lo es, sino que canta con un acento sensual, ordinario y montañero que tranquilamente puede montar un grupo que se llame Comuna 13.


A mi novia le encanta y no puedo hacer nada. La tiene poseída. Empieza el sonsonete que viene de alguna parte del centro comercial y sin que se dé cuenta se le empiezan a mover los hombros. A mis amigos les gusta igualmente —uno de ellos perdió a la mujer que ama porque la golpeó en medio de una fiesta reggaetonera—. Y no cesa de salir en la radio, en la tele, en las discotecas, en las calles y en la ciudad en general. Es una cosa gelatinosa que sale de todas partes y se mete por oídos de las personas. Es una terapia de grupo que dicta patrones de comportamiento y no hay nada que se pueda hacer. Simplemente queda por hacer lo que hago yo en mi oficina: sentarme en el rincón del bobo escuchando alguna otra cosa en los audífonos.

Pero todo lo anterior no es nada. El mayor problema que tengo es que además de ser colombiano, también cuento con la mala suerte de que el tipo de mujer que me gusta físicamente, generalmente empieza saludando "hola bebé, ¿qué más pues?".

25 de enero de 2012

El amor es su propio antónimo

[Si escribo lo contrario a lo que siento sería un no te quiero. Si lo exagero sería, eventualmente, un te odio]. No hace falta explicar mucho que los buenos sentimientos alguna vez se magnifican tanto que llegan a ser, ellos mismos, sus propios antónimos. Eso es el amor, su propio antónimo. Es una dualidad, una ambigüedad, una dicotomía, una partición, una duplicidad. Mejor dicho, una mierda. Una mierda que no tiene explicación, y la única que se me ocurre se resume en dos párrafos:

El amor nos acaricia y nos protege. Nos da seguridad, nos lleva a hacer cosas que normalmente no haríamos, nos hace superar nuestras incapacidades, nos fortalece y nos engrandece ante determinadas situaciones. Nos glorifica, nos rescata, nos consiente y nos permite levantarnos cuando entendemos que somos lo que somos gracias a él, que hace parte de nosotros y su poder nos hace heroicos ante la adversidad.

Dimorfismo:

El amor nos duele y nos maltrata. Nos da inseguridad, nos lleva a hacer cosas que normalmente no haríamos, nos hace dudar de nuestras capacidades, nos debilita y nos arrodilla ante determinadas situaciones. Nos derrota, nos hunde, nos aporrea y no nos deja levantar hasta que asumamos que no podemos contra él, que es dueño y señor nuestro y su poder nos hace pusilánimes ante la adversidad.

Queda demostrado entonces que el amor son dos cosas en una totalmente válidas. Una buena y otra mala que se dan a la vez, y es mejor no sentirlo, porque como ya lo expliqué en una entrada anterior, el amor justifica todo, y regularmente justifica más lo malo que lo bueno. Hay que reprimirse del amor, porque aunque lo bueno de él es positivo, lo malo de él, es muy negativo: porque nos guste o no, solemos amar más mal que bien. O es lo que yo más veo; ¿será mi pesimismo convencido?, o no, mejor, será el país donde vivo: básicamente porque depende de la educación que tengamos.

Por otro lado, en el querer está el respeto, la ternura, la paz, el entendimiento, la tolerancia, la complacencia y hasta la paciencia. Por eso algunas veces es mejor no permitirnos amar ciertas cosas (o personas) que ya queremos, porque simplemente no es justo estropearlas con el amor. Si el mundo quisiera más y amara menos, sería mejor.

22 de enero de 2012

El Minimalismo, yo, y mi otro yo

Me gusta la arquitectura minimalista. Me enamora la obra de Peter Zumthor, por ejemplo. Pero, ¿qué es el Minimalismo? Con un «menos es más» lo definió Mies van der Rohe y ahí nos dejó el problema. No obstante, si nos detenemos en éste postulado tan representativo, técnicamente, fue el resultado de la dificultad que éste arquitecto tenía para expresarse en inglés —la dijo ya en su etapa de Chicago— porque su idioma era el alemán y prácticamente sólo se podía comunicar con aforismos cortos para explicar sus ideas. Es decir, esa frase fue el resultado de una limitante idiomática. Entonces, la frase como tal ¿fue la solución a un impasse?; ¿fue la respuesta incompleta de una más compleja?; o por el contrario, ¿fue la sentencia bien lograda de un gran pensador? Muchos ya se decidieron por ésta última. A mí, para explicarme mejor, me gustaría quedarme con la primera, que supone que fue la solución a un inconveniente idiomático.

En base a esa simple frase y sus connotaciones técnicas, podemos pensar que el Minimalismo es el resultado de algo que si se minimiza —por obligación o por opción— su resultado será más congruente, más claro, mejor definido, e incluso, tan poderoso que eso que falta sigue omnipresente en la obra final. Se puede sentir por su ausencia. Minimizar no quiere significar omitir. Todo lo contrario: resume, comprime y simplifica un todo. Es un trabajo de sintaxis arquitectónica. La sola frase hace honor a lo que quiere explicar, porque aparenta ser simple y sin contenido, pero tiene bastante fondo.

Voy con un ejemplo. Para no alejarnos de Mies, hablemos de la casa Farnsworth. Tiene todo lo que se puede necesitar para vivir en ella. Suelo (elevado), paredes (de cristal), y techo (plano). Tiene todo lo que se necesita para que se sostenga, pilotis famélicos pero suficientes. Protege de todas las inclemencias meteorológicas y puede contener todos los muebles para que una pareja (para lo que fue pensada) pueda vivir confortablemente. Es decir, lo tiene todo, pero alguno podría afirmar que le faltan cosas. Faltan muretes para poner porcelanas, falta una salón de televisión, falta una barbacoa para compartir los domingos, falta ornamento exterior, falta decoración interior [faltan los adornos del arquitecto], falta una bodega para guardar trastos viejos, etcétera. En definitiva, falta lo que complementa y representa la identidad de las personas.

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Farnsworth House By Mies Van der Rohe (1945-1950)

Por esta razón alguna vez pensé que esa casa es perfecta para un ángel, porque agrede conciencias humanas y agrede personalidades mediante la falta de cosas terrenales. Porque la persona que viva ahí, en un lugar tan minimizado como ese, ya tiene que haber minimizado toda esa cantidad de ornamentos en sí mismo, y normalmente las personas no están dispuestas a soltarse de esos atavíos tan propios de su personalidad. Regularmente a las personas nos gusta nuestra propia impureza, que es lo que nos identifica y nos diferencia de la impureza de los demás.

Es como si la casa nos diera una lección, y nos hiciera una crítica —constructiva o destructiva, eso depende de cada uno— a nuestro pensamiento. Nos dice, ‘¿ves que puedes vivir en mí sin tanta necedad encima?, ¿ves que puedes estar más tranquilo sin tanta cosa inútil?, ¿ahora entiendes que no hace falta tanto adorno para ser más, y mejor? A mí me gusta la austeridad y la clase, ven te las enseño mientras me vives’. Es una edificación prepotente. Como su autor.

Por eso a mi primer yo, el arquitecto, le gusta el Minimalismo, porque tiene esa actitud cabrona y prepotente, lo admito a mi pesar. Pero mi otro yo, el profesional, no se niega a la realidad de las demás personas. Hay que tener cuidado a quién se le propone una casa así, una arquitectura así. Un cliente no quiere lecciones de vida, un cliente quiere un espejo. Un cliente se hace preguntas retóricas que necesitan ser contestadas por otra persona en el idioma correcto: en arquitectura, y esa persona, como lo demandan los estándares, debe ser un profesional en esa materia. El cliente tiene todo el derecho de tener su casa como él quiere, a tener su popio retrato. Por eso mi otro yo ya aprendió que aunque al primero le guste cierta arquitectura, y le guste que la casa Farnsworth le espete cosas, si se trata de la casa de un tercero se sentará a contestarle sus propias preguntas con complacencia, porque entiende que es lo que él necesita, un cómplice que alivie sus necesidades, en este caso, necesidades espaciales.

Para terminar de redondear esto de los gustos, Glenn Murcutt lo dice mejor que yo con otra frase harto minimalista: «una casa es como un traje; los mejores son a medida».

15 de enero de 2012

El poder del amor

Empiezo esta entrada diciendo algo que siempre queda bien: el verdadero poder de la vida es el amor. Es una frase muy a lo Juanes, John Lennon, Gandhi, Einstein, Mahoma, el Dalái Lama o Jesucristo; hombres de arte, de ciencia y de paz, pero hasta el guerrillero más famoso del mundo, Ché Guevara, hombre de guerra, también dijo algo similar: «el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor». Hace algún tiempo hasta se me ocurrió pensar que el Ché era un Jesucristo pero con metralleta, y me mantengo en eso.

Yo personalmente veo el amor en todas las cosas porque entiendo que cada una está hecha por amor, así sea amor por el dinero, o amor por la explotación hombre por el hombre, o incluso el amor por matar. El mundo está lleno de amor. Es nuestra materia prima. Entiendo, por ejemplo, que los españoles en toda su conquista de América cometieron el genocidio más grande la historia simplemente por amor. Por amor al oro, a la tierra y en nombre de Dios, el Ser más amoroso de todos. La Santa Inquisición, para no ir más lejos de la colonización, fue hecha con amor divino. Mataban a todo aquel que a la Santa Iglesia Católica no le gustaba, lo torturaban hasta que confesaba que era un hereje, lo quemaban, lo despedazaban, lo mutilaban poco a poco, y los verdugos dormían tranquilos porque todo lo hacían por amor. Ah, ese amor divino, qué bonito.

Hoy en día todos estamos llenos de amor, y sobre todo en nuestro país, el país del Sagrado Corazón. Por ejemplo la reciente toma paramilitar en Urabá, en esa que los Urabeños advirtieron en su comunicado «no queremos ver a nadie en la calle» —y no hizo falta decir, ‘porque lo matamos’—, fue hecho en nombre de la muerte de su cabecilla (asesinado en nombre del amor) que ellos aman, y sobre todo, valga aclarar, por amor a la patria. Y todos los secuestrados por los guerrilleros que llevan años perdidos, y enterrados, en las selvas nacionales infamemente también lo están por amor a la misma patria. Y los Falsos Positivos ejecutados por los militares (Crímenes de Lesa Humanidad) también fueron hechos por amor a esa misma patria. Qué patria tan amada, se podría decir. ¿O es que son tres patrias distintas? Y así cientos de cosas que pasan todos los días. Nuestro país es puro amor.

Los niños que mueren de hambre en Puerto Gaitán; nuestros hijos gordos, la guerrilla asesina, los paramilitares asesinos, los militares asesinos, la corrupción política asesina, el poder capitalista asesino, el narcotráfico asesino, las guerras, las masacres, las dictaduras, las revoluciones: la muerte. Todo eso está hecho por amor a algo. Amor al poder, al dinero, a la patria, amor por lo hijos, amor propio, amor a la libertad. AMOR. Esa palabra hermosa y peligrosa que justifica todo, desde pegarle a los hijos (queremos lo mejor para ellos) porque los amamos, hasta todo lo anterior.

Yo por eso no amo ésta patria —si es para matar por ella, no—, no amo a la Santa Iglesia Católica —si es para matar en nombre de ella, como los devotos sicarios, no—, no amo el Capitalismo —si es para esclavizar a sueldo a mis congéneres, no—, no amo el dinero —si es para matar o morir por él, no—, no amo la política —todo de ella, porque contiene todo lo anterior y muchas más cosas—.

Yo amo todo por lo que valga la pena vivir y no valga la pena matar, literal y figurativamente. Amo el aire por el que vivo, amo el sol que me da energía para despertarme todos los días, amo la literatura que me da razón para no amar lo que quiera, amo el horizonte poético del océano y el desierto, amo el arte que alimenta mis huesos, amo unas mierdas de muros, puertas y ventanas bien puestas en un simple edificio. En definitiva, amo las cosas que a nadie le importan y son tan menospreciables que no vale la pena matar por ellas. Por eso mi amor es insignificante para los demás.

Entonces, para no alargar el cuento, cuando sepamos de una nueva masacre, de un nuevo niño (si lo notamos) pidiendo limosna en el semáforo, de un familiar que se va a cumplir el servicio militar, o un nuevo vecino muerto en el barrio, podemos tranquilamente seguir sentamos viendo televisión y decir rascándonos la barriga, 'ah, todo eso es puro amor'.

7 de enero de 2012

Aquí entre nos

Aquí entre nos, confieso que me conmuevo fácilmente. Acabo de terminar un libro recopilatorio de varios discursos de García Márquez que dio en el trascurso de su vida y el último, que es éste, ya lo había leído antes y me volvió a sacar tres lágrimas felices. Mi capacidad de asombro sigue intacta y me gusta pensar que soy feliz por eso. En la cabeza se me olvidan rápido las cosas que me emocionan, tal vez porque la naturaleza de las emociones se caracteriza por que son pasajeras para la mente, pero tienen memoria intestinal, y cuando se repiten son fáciles de identificar en el centro del cuerpo, y del alma.

En otra ocasión, en otra nota de prensa que leí hace años, el mismo García Márquez habló de su elevada sensibilidad y termina su magistral prosa con una pregunta retórica: “¿Será que soy marica?”. Esa reflexión, la de un hombre que ha enfrentado él solo a gobiernos tiránicos, que ha sido amenazado de muerte por matones uniformados y exiliado de su país, que tiene una familia prolijamente cuidada y ha sobrevivido a los mayores improperios de otras personas a causa de sus propias convicciones, y de la vida infame por esa misma razón, y sólo se ha defendido valientemente con su única arma: la palabra, me hizo partir de risa. Fue fantástico.

La gracia está en que la sensibilidad no tiene que ver con el género, ni con el sexo, ni con la inclinación sexual (que son tres cosas diferentes), porque pertenece a un mundo metafísico y asexuado. Sin embargo hay quienes no lo entienden y tienen chistes sobre los arquitectos o los artistas, o cualquiera que tenga esa preciada capacidad de conmoverse con la belleza de la vida, que al final de cuentas venimos siendo del mismo grupo. En particular me refiero a uno, a un chiste trasnochado y machista que cuela mucho en las facultades de ingeniería: “¿por qué un hombre se decide a estudiar arquitectura? Porque no fue lo suficientemente macho para ser ingeniero, ni lo suficiente marica para ser decorador de interiores”, que regularmente es seguido por una carcajada desaforada que nunca entendí lo suficiente para hacerle eco. Está claro que el que hace el chiste se siente superior por haber escogido una profesión para machos, lo que indica aparentemente que el ser macho es ser superior, o mejor persona que una hembra, o algo similar. Sin comentarios.

Para ese ingenioso silogismo un amigo arquitecto, que es mucho mayor e inteligente que yo, hace algunos años me comentó en medio de unos tragos que le tenía una respuesta, “al que me cuenta ese chiste le contesto, ‘mejor no le digo lo que pienso de Usted porque no se reiría como yo lo acabo de hacer’”. En ese momento me pareció una sentencia resentida y sin fondo, a la que no le pedí explicación porque a lo mejor podría pensar de mí lo mismo que pensaba del aspirante a gracioso de turno: que era un bruto. (Apenas ahora me entero que sí entendí esa respuesta en su momento, de una forma muy primitiva, y que tenía que escribir esto para explicármela definitivamente).

Ese chiste lo escuché en varias ocasiones, en oficinas, en pasillos, en comités de obra, y seguramente lo escucharé más veces en alguna reunión de sofisticados constructores, y siempre contesté y contestaré de la misma forma, con un silencio complaciente que quisiera fuera acompañado con una sonrisa a lo David Gilmour. Porque por fortuna he escuchado en otro tipo de reuniones y lugares conmovedores y fabulosos —como los libros, las películas o las canciones— un aforismo que ahora estoy seguro mi amigo repetía en su cabeza mientras sonreía, “nunca discutas con un imbécil, porque te hará descender a su nivel y allí te ganará por experiencia”.

6 de enero de 2012

Qué era y qué debe ser la arquitectura

Siempre pensé que la arquitectura era la perfección de la naturaleza. Era un concepto cómodo y agradable que después con el tiempo le encontré un eco en el pensamiento de Oscar Wilde: “si la naturaleza fuera perfecta no existiría la arquitectura”, decía el famoso dandi. Pero con el paso de los años he cambiado esa concepción básica y prepotente. Y lo hice por una simple razón: el concepto de perfección es inalcanzable para el hombre, no está en su naturaleza, y al final simplemente es una idea pueril.

Es más, el hombre en toda su trayectoria ha hecho exactamente lo contrario: irrumpir, dañar, agredir la naturaleza para beneficiarse en su comodidad. La respuesta, después de la Revolución Industrial —que ha sido la tapa del asunto—, no se ha hecho esperar. La naturaleza reacciona y ataca. Se defiende como un ente vivo, que lo es literalmente, pero vivo de furia, con una personalidad superior. Y lo es. El mundo y lo que contiene es bastante superior a nosotros y somos simplemente una diminuta pieza más de todo su contenido.

A la naturaleza no podemos cambiarla, ni mejorarla, ni perfeccionarla, eso es un cuento resultante del gran ego de los arquitectos; ella por sí sola es perfecta, y nosotros en un afán de megalomanía inconsciente somos su imperfecta imperfección (porque ni para ser imperfectos somos perfectos, y no es doble negación, es simple decepción).

Ella en su bondad inconmensurable nos permite vivir. ¿Qué sería de nosotros sin el perfecto sol, sin el perfecto aire, sin la perfecta agua, sin la altitud perfecta para poder respirar, sin los perfectos frutos para alimentarnos? El sol nos calienta y nos aporta energía, pero si exageramos y creemos que lo controlamos puede producirnos cáncer; el agua nos permite ser (de ella somos un 75%) pero si no la respetamos nos inunda y nos ahoga. El viento nos acaricia el pelo y nos ha enseñado esa hermosa sensación de libertad, pero si no lo respetamos nos arrolla.

Así que después de esta breve y simple explicación a mí mismo me queda claro que la arquitectura no es, para nada, la perfección de la naturaleza. La arquitectura, muy al contrario de eso, debe ser una venia, respetuosa y humilde ante ella, que es nuestra madre.