13 de febrero de 2013

Un día con Paul Auster

Un día leyendo a Paul Auster. Exactamente una de sus obras más prolijas según se rumorea por los pasillos de Internet: La ciudad de cristal, una novela que hace parte de su Trilogía de Nueva York. Un libro de tres que, según cuentan las malas lenguas de Wikipedia, significarían el "lanzamiento internacional" del escritor neoyorkino ya bien galardonado con el premio Príncipe de Asturias (2006). Magnífica narrativa, vale apuntar, encoñador, diría el príncipe español al leerlo.  Ya sé que no es tan relevante que haya leído un libro (aunque me queda la enseñanza que se puede leer un buen libro en un solo día), pero lo que sí es relevante es haber leído éste libro especialmente, recomendado por una tuitera un 22 de noviembre solitario, como hoy. Por cierto, gracias a @paolaarcila. Es importante porque me incitó, como todo buen libro, a escribir respecto a él; o mejor, me sirvió de pretexto para escribir sobre cualquier cosa, como de mí mismo, por ejemplo.

Me llegó. Me identifiqué con el personaje más de lo normal, y no precisamente de forma positiva, lo que es preocupante. Me tocó las fibras cuando Quinn, el escritor venido a detective se va convirtiendo en indigente, poco a poco, hasta el punto de perderse del relato, no sin antes perderse de sí mismo. Es triste seguir ese proceso desde fuera, como simple lector. También, en mi caso, un poco azaroso. El proceso de cómo alguien normaliza su propia perdición me desesperó. Cómo alguien totalmente sensato y elocuente puede echarse a perder. Y me identifiqué porque me recordó a mí mismo en una época oscura de mi vida, cuando vivía fuera de mi país y lejos de mi familia, solo, desamparado, desarraigado, que llegó un momento plano y sórdido en que nada importaba, no te importas tú mucho más de lo que tu vida merece, es lo que puedo interpretar ahora. Normalmente a ese estado se le llamaría depresión, en un afán de identificar y clasificar las cosas, pero uno está tan bien consigo mismo que no lo es, no es depresivo, a lo mejor desde fuera, pero desde dentro es simplemente irse, dejándose ir, siendo testigo consciente de tu despedida de la vida convencional, del devenir normal de los días, de la cotidianidad social, de hacer vida como un ser corriente. 'No importa', pensaba yo, "qué importancia tiene" pensaba Quinn, ¿cómo no identificarme?

Hoy me enteré que he sido un indigente, o como mínimo un indigente emocional. No he vivido propiamente en la calle, por lo menos no más allá de dormir por algunos minutos en un andén, borracho y con amigos borrachos, pero sí he pensado y me he sentido como un indigente, al menos por un tiempo. Por un tiempo no recogí nada del suelo de mi apartamento, no me preparé comida, no aseaba el cuarto de baño, no me vestía para salir a la calle, no veía mucho la luz del día, 'para qué', pensaba. Un día llegó mi prima, la única familiar que tenía cerca, y me sacó de mi estado zen con una caja de arroz chino y dos cervezas. Ahora que lo veo desde la distancia me parece un episodio neutro, gris, sin propósito, pero el haberlo visualizado desde fuera me produce temor, miedo de mí mismo en alguna situación similar futura.

No me conmovía con un libro así desde La Broma de Milan Kundera. ¿Cuáles son las secuelas? Mañana quiero madrugar y trabajar y hacer y pensar cosas no indigentes. Gracias Paul Auster por joderme la semana.