15 de agosto de 2015

Un mes en Panamá

—Espacio púbico. Lo que hay acá es espacio púbico, porque parece pensado y hecho con los cojones.  Le dije al arquitecto panameño y se cagó de la risa.

Uno camina por las calles de Panamá Ciudad y es una pequeña (y cojonera) aventura. Parece pensada por niños para niños: un pequeño charquito, un pequeño escaloncito de cincuenta centímetros de altura, una pequeña rampa con cuarenta por ciento de pendiente, un pequeño bus que casi te atropella porque no hay señalización ni paso peatonal. Y así va uno, divirtiéndose mientas llega a su destino.

Pero uno se pone a pensar cuando piensa, si es que se piensa, que mi definición espacio púbico en realidad no aplica, porque se presume que el espacio público se ha pensado, y lo más probable es que en efecto, no se ha pensado. Es decir, ha ido saliendo como ha salido porque no hay norma ni autoridad decente que la regule, entonces todo es una caca. Y en algunos casos es literalmente una caca, porque las aguas residuales no se han canalizado del todo, entonces las calles hieden a mierda por algunos sectores. Y no es raro porque aunque hay mucho dinero en el país (al canal le entran más de dos mil cuatrocientos millones de dólares anuales) ha habido poco tiempo para planificarlo desde el año dos mil que cumplió su mayoría de edad, cuando papá Estados Unidos lo dejó solito. Entonces uno entiende: Panamá es un adolecente con mucho dinero que se pone a chicanear y a construir edificios muy altos a ver quién la tiene más grande. Entonces aparece la Torre Trump saludando al Océano Pacífico, con sus doscientos ochenta y cuatro metros de altura y setenta pisos de puro lujo, pero cuando uno baja a la calle se encuentra un andén de un metro de ancho y una señora vendiendo pollo frito en un carrito. Y uno entiende. 

La otra cosa es que los panameños no caminan por la calle, que uno se pregunta si es porque es imposible llevar un coche de bebé por la ciudad, que sí, o es por la insoportable humedad que la vida exterior parece una sauna casi todo el rato, que también. Pero uno de colombiano conchudo insiste en caminarla y es un peligro hasta gratificante: a veces el espacio para caminar se transforma en un sardinel de quince centímetros seguido por un hueco de dos metros, entonces uno ya no es un peatón convencional sino un practicante de Parkour, y uno se siente joven.

Uno va caminando por las calles de Panamá, sube la mirada y ve el Miami Downtown, pero la baja y está en la Carrera Novena de Barranquilla. 


Corredor Sur hacia Costa del Este y Punta Pacífica el día que llegué 

Por lo demás Panamá está muy bien, exceptuando eso sí que los dueños de las vías son los taxistas que se atraviesan como, cuando y donde quieren, y cobran lo que quieren porque no existe taxímetro que regule el precio del servicio, igual por un kilómetro de recorrido te cobran dos dólares o cinco, eso depende de muchas cosas, como de si les da la gana de cobrar tres o diez, por ejemplo. Además de que recogen más personas durante el trayecto, entonces no es un servicio personalizado y expreso, sino que automáticamente el taxi se convierte en un colectivo, así, por sus huevos. Y también exceptuando que en las ciudades no existe Perímetro Urbano ni Perímetro de Servicios Públicos, entonces es como una gran selva virgen que todo el que quiera construye donde quiera y si soluciona el tema de servicios básicos de alguna manera, con pozos y fosas sépticas, pues se le aprueba el proyecto, así no llegue una red de agua potable, ni de alcantarillado, ni vías pavimentadas, ni servicio de Transporte Público ni dios que se pase a saludar, no pasa nada, se le aprueba y todos tan contentos.

Y bueno, algunos detallitos. Acá además se construyen rascacielos como si nada, a punta de losas postesadas y columnas famélicas para semejante altura, como si por arte de magia panameña el país tuviera un suelo diferente al de Colombia y Costa Rica, países limítrofes que comparten fallas geológicas y donde la normatividad antisísmica es mucho más exigente. Ahora trabajo en un proyecto de un edificio de doce pisos que alcanza luces de dieciocho metros a ejes con dos piscinas en la terraza, una de ellas semi olímpica. Ya nos hemos reunido dos veces con el ingeniero calculista que afirma que no hay problema y no sé si me he distraído, pero no lo he visto echarse la bendición mientras lo dice.

Panamá también tiene algo de ese realismo mágico de García Márquez. El otro día fuimos a hacer una visita de obra a una promoción de vivienda (de esas donde ni dios se pasa a saludar) que lleva un retraso de cuatro meses respecto a su proyección inicial de construcción, y que es propiedad de un promotor español que iba a nuestro lado viendo los múltiples gazapos constructivos que tiene gracias a una mano de obra lenta y perezosa, y ya casi al final de la jornada cuando estábamos cansados y con mucha sed, un arquitecto le preguntó al obrero de cubiertas que cuánto tenía la luz entre las vigas del techo. El obrero se quedó mirando la distancia, sin un flexómetro a su alcance y echando mano a su experiencia dijo vacilante: “unos… sesenta centímetros…”, pero justo después con un tono más seguro afirmó: “¡o un metro!”.

Pero nada, yo no le paro bolas a esas cosas, de resto bien, Panamá está muy bien. En serio.