Alguno podrá decir al final de estas palabras
y no con poca razón, que puedo llegar a ser desconsiderado, insensible, inconsciente, intransigente y hasta ignorante
de la realidad social del pueblo, pues no he vivido en él hace rato, pero ya
que hablo desde el desconocimiento, puedo permitirme la licencia de, al menos,
ser honesto. Algún otro más objetivo dirá que soy un romántico. Que sepan todos
igualmente que como reconozco mis potenciales debilidades argumentales, también
debo confesar que hablo con las bases suficientes para saber lo que sucede en
el ámbito profesional de la arquitectura y sus profesiones afines en La Tebaida,
que para bien o para mal, es a lo que me dedico últimamente.
Todos sabemos que La
Tebaida es un pueblo pequeño que queda en medio de la nada, donde hace mucho
calor y cuando menos se espera caen aguaceros como si no hubiera un mañana; un
pueblo que cada vez se parece más al Valle del Cauca —está fuera del Paisaje Cultural Cafetero–, y
cada vez menos al Quindío —después
de 1999 quedaron pocos ejemplos, casi nada, de la arquitectura de la
Colonización Antioqueña–, y que las fuentes de trabajo son, por
así decirlo, casi inexistentes, por lo que se debe trabajar fuera, casi siempre
en Armenia y por poco dinero. La Tebaida es, básicamente, un pueblo dormitorio;
ah, y bueno, un pueblo borracho: borracho de licor, de prostitución, de
ignorancia, de corrupción y poder, pero esa es otra historia. En fin: que somos
pobres sin identidad.
No obstante, después de haberme
despachado de ésta manera, con perdón de muchos y beneplácito de pocos, también
sabemos que el municipio crece en su población y en su infraestructura, cada
vez se hace más grande y se construyen más y más cosas, o para ser más precisos,
más y más casas, que no mucho más. Entonces opino que debemos, por lo menos,
hacerlas bien.
¿Por qué se deben construir las cosas
bien? Porque después de la calamidad del terremoto de hace 15 años, resulta
incomprensible que no hayamos aprendido la lección, o que nos hayamos olvidado
tan rápido de ella. Y la lección es simple: si las cosas no se construyen bien,
a la primera de cambio, se caen, y lo complicado es que se caen encima de uno,
con no pocas posibilidades que puedan matar al desafortunado. Entonces hay que
edificar bien. Simple, ¿no? Aunque alguno ya dijo con acierto que “las cosas
más sencillas son las más difíciles de entender”.
Podrá ser un despropósito escribir algo
tan lógico, pero cada vez veo más y más que se construye mucho sin las
licencias de construcción pertinentes, es decir, viviendas ilegales, sin ningún
tipo de control de calidad por parte de un profesional calificado y del
organismo de control correspondiente, y el motivo más popular resulta ser falta
de dinero por parte de sus dueños. No es raro escuchar testimonios del tipo, ‘los
honorarios de los profesionales son muy caros’, ‘la gente no tiene plata para
pagarlos’, ‘apenas tenemos para la construcción de la casa’... en fin. A mí me perdonarán la desfachatez de
ser sensato, pero no. Ese ítem no es caro. Caro es algo que vale menos que su
precio y la arquitectura vale mucho. Pagarle a un profesional que le diseñe y
construya su vivienda no es caro, es una inversión justa y prioritaria que vela
por la seguridad propia y de los demás ciudadanos, y es una auto-exigencia necesaria
para edificar ciudad y vivir en civilización.
Algunas veces, por otro lado, me he
enterado que la gente que quiere hacer las cosas bien, que tampoco es poca, contrata
a un profesional y éste también le tima y nunca le entrega su licencia de
construcción, y aun así le dice que puede empezar a edificar. Es casi como
decirle: bien pueda y construya lo que
eventualmente ocasionará su propia muerte. También hay alguno que otro profesional
inescrupuloso que firma planos que no cumplen ni con los mínimos requerimientos
de ética profesional. Es decir, hay de todo, hay que ir con cuidado y todo
decanta en lo mismo: viviendas espontáneas que atentan contra la vida humana.
Yo entiendo que esto puede ser un
discurso incómodo (aunque estoy seguro que necesario), pero imagino que también
habrá alguno que otro incauto que esté de acuerdo y que comprenda que a lo único que apelo es a que cada uno
tome conciencia de lo que hace y lo que debería hacer, porque nadie podrá
decidir por él y que al optar por no cumplir las normas de los hombres, no vaya
a ser que la ley de la vida sí pase factura algún día.
**Publicado en el periódico La Razón de La Tebaida, Quindío, Colombia.