19 de diciembre de 2011

La Tebaida tiene talento

Ahora que el canal de televisión colombiana RCN Televisión sacará al aire su más reciente hit trasnochado Colombia tiene talento, propongo que enviemos nuestros mejores representantes para que le enseñemos a toda Colombia que los tebaidenses tenemos, no solo talento, sino que conservamos nuestras mejores costumbres culturales.

No sé quiénes serán los jurados en Colombia del afamado Show televisivo que ya ha torturado a medio mundo, pero en un ejercicio de imaginación veo a Carlos Calero Ricostilla, a la Negra Candela y a Jota Mario, con peluca, como suele salir por las mañanas —el cual sería obviamente, el más estricto de los tres—. (Puro talento colombiano al servicio del país). Y mientras Jota Mario, con sumo criterio, le esconde algún zapato a la Negra Candela, y ésta grita simpáticamente algún chismecito de su astuto colega, y Ricostilla baila currulao en una cocina de plató, van calificando a nuestros más dignos representantes, que serían, para ir más seguros, solamente tres actos.

El primer número tebaidense podría ser el borracho de turno que saca su correa y empieza a perseguir algún enemigo menos ebrio en un parque a las cuatro de la mañana, al que seguramente no le alcanza a dar ningún fuetazo porque el segundo, que se cae y se levanta cada dos por tres, sale corriendo con más miedo y más velocidad que un banderillero herido por cornada en nalga derecha. Claro que ese acto perdería puntos porque para disfrutarlo bien hay que estar ebrio también, y ser amigo de uno de los dos aspirantes, pero estoy seguro que Ricostilla lo acepta si hay algún vallenato amenizando la fiesta.

En el segundo acto podemos poner a tres concejales electos a tomar aguardiente en una mesa en pleno teatro Jorge Eliecer Gaitán, a ver quién aguanta más sin dormirse. La virtud de este acto es que ninguno gana porque se duermen al mismo tiempo y es tan rápido que la Negra Candela no alcanzaría a tocar el claxon de desaprobación, ya que evidentemente no le gustaría porque no la invitaron.

Y un tercer espectáculo tebaidense podría consistir en poner quince personas en un paredón y someterlas a los disparos de una niña de 17 años, ebria y a una distancia de tres metros, a ver quién se salva primero: si las quince personas de los disparos que nunca aciertan, o la niña que sale corriendo a esconderse de la policía que nunca llega (justo como lo vi hace poco menos de un mes en la zona rosa de este querido pueblo), acto que Jota Mario aprobaría sin problema si la niña es una modelo con atributos biopoliméricos.

Obviamente me dejo muchos otros talentos nuestros por falta de espacio, pero no me olvido de la corrupción política, con la cual no solo ganaríamos el concurso, sino algún sueldito millonario que no caería nada mal para el pueblo, o para una persona del pueblo, que algo es algo, ¿no? Y así entonces no solo nos reconocerían por nada, sino porque en La Tebaida llevamos la sangre más colombiana que en cualquier otro pueblo, y que tenemos talento que se está desperdiciando por falta de promotores y plataformas publicitarias. Señores, es que nos estamos hundiendo en nuestro propio lodazal de virtudes.

Así que desde acá, desde esta pequeña tribuna doy aliento a que nos atrevamos a ir más allá de lo municipal y demos el salto a la pequeña pantalla nacional, que seguro se quedará más que pequeña y anonadada con todo lo que tenemos para ofrecerle a Colombia y al mundo. ¡Vamos Tebaida!

8 de octubre de 2011

Una cosa de locos

Nada más entrar al apartamento veo que las paredes están forradas de libros, que hacen más angostos los pasillos de los ya de por sí pasillos angostos de las viviendas modernas. El ambiente perfumado a marihuana y en la sala dos viejos tomando té, que después me entero, son hermanos. Carles y Pere. Yo llego de visita con Ivet, ex compañero de trabajo y gran amigo mío, y de ellos. Los tres son enfermos mentales diagnosticados y oficializados por el gobierno de España. Son pensionistas y viven del Estado sin tener que trabajar, sólo tienen que preocuparse de su salud y de vivir dignamente, y cada mes reciben alrededor de mil euros sin tener que mover un solo dedo. Ahí, en estos momentos, es cuando uno empieza a entender el concepto Estado del Bienestar de Europa, que en otros países más al norte es mucho más sólido. De cierta forma, el gobierno entendió que tener esquizofrenia, bipolaridad o depresión, ya es una carga excesiva en la vida de un ciudadano. Una vez adentro los dos hombres nos saludan amablemente, nos ofrecen algo de tomar o de comer, incluso antes de sentarme es un sillón centenario, que está justo al lado de un viejo televisor en silencio, que pasa la secuencia de algún concurso que hace millonaria a la gente cuerda. Las risas mudas de los participantes se hacen aún más torpes en medio de los cientos de libros que decoran la sala.

Me sentiría en medio de alguna película en blanco y negro si no fuera por los cálidos colores del lugar. La sala es pequeña y los muebles muy grandes —seguramente se compraron para un espacio más generoso, ¿alguna masía, quizá? La luz que sale de una lámpara sesentera se hace tenue en las caras arrugadas y bondadosas de los tres amigos. Hay varios retratos de mujeres en las paredes, realizados con una técnica exquisita. Yo sonrío y agradezco cada acto de amabilidad, que me parece excesiva, me siento sin modular palabra, y sólo observo los pequeños detalles: la tetera está soportada por una hornilla sobre un candil; las porcelanas, que en su momento se habrán comprado para decorar, ahora sólo existen para evocar épocas mejores; y una guitarra acústica en un rincón olvidado me hace sentir como en la casa de un fantasma vivo. Yo me acomodo, y en cuestión de minutos me entero que no podría estar en lugar más confortable en mi vida.

Entre canuto y canuto las conversaciones no tienen principio ni requieren final porque ya se sabe de antemano que no sirven para nada. Sólo se hacen por ser consecuentes con esta visita eventual e inesperada. Hay un radiocasete al lado de Carles, que sirve para reproducir el blues de Juanito Invierno —como ellos le llaman a Johnny Winter. Se habla de cosas banales, porque ellos saben que el conocimiento es humilde, y alardear con él no combina bien con sus ropas sencillas, que a mis ojos se hacen sofisticadas. Alguno recuerda el barrio latino de París, donde todos tres han vivido en alguna época, para hablar con cariño de algún viejo amigo que ya murió. Saben más que yo de política latinoamericana, pero lo disimulan bien hablando de la vida de uno y de otro. Aunque son catalanes hasta le médula, tienen la amabilidad de hablar en castellano, como si yo pudiera entender las cosas que dicen, pero de hecho, al contrario de lo que pensara antes de conocerlos, nunca había entendido nada más claro hasta este día. Me entero que las hermosas mujeres de los cuadros son les seves germanas y la seva mare (esas cosas sólo se dicen en Catalán), y que los pintó Carles, hace muchos años, claro.

Entre un poco de estupidez adrede en el ambiente, sale el tema de sus enfermedades. Ellos no se avergüenzan de estar locos, y lo que me sorprende aún más, no se enorgullecen de eso tampoco. Es algo natural, y así lo asumen. Pere está de permiso por unos días de su centro de salud. Me cuentan que ya conoce todos los centros de Catalunya y que ya está cansado de ellos. Dice, con un tono triste y mirando algún objeto que sólo está en su mente, que no lo dejan vivir tranquilo. Carles me cuenta que él no está en ningún centro siquiátrico, que vive en su apartamento y ya casi no baja al bar de la esquina, porque con el tiempo se le ha hecho insoportable. Normal, yo tampoco soporto los bares españoles. Ivet es el menos loco de los tres, pero ha tenido episodios de su vida que hacía todo lo que le mandara la estatua de Jaume I, instalada en el paseo marítimo de Salou, el pueblito donde estamos. Pero él no veía a don Jaime, sino que veía un ángel bondadoso que le ‘daba señales’. Hablan de sus penas como si ellas fueran su razón de ser, y me identifico plenamente con ellos, aunque yo no tenga mucho qué contar que pueda igualar sus aventuras mentales, pero me hacen sentir como el paria más aceptado del mundo. Nuestra banda sonora se enriquece con Neil Young, Jimi Hendrix, Gary Moore y Nick Drake. En medio de las paredes encuentro un título que leí hace muchos años, El poder del ahora, de Eckhart Tolle, y se lo comento a Pere, que me dice que no lo ha leído. Seguramente en ese momento no quiere hablar de ningún libro. Lo entiendo y no busco más títulos que me sean familiares. La noche transcurre entre risas, halagos completamente innecesarios de Ivet hacia mí que siempre le reprocho, y algo de vino tinto. Ya muy entrados en confianza, de alguna boca salen palabras que encuentran la rima en la siguiente, tomando algún sentido retorcido que nos hace partir de risa. Yo estoy feliz de verlos a ellos felices, y de que me hagan feliz con cosas tan simples.

Nunca los había visto juntos, y nunca más los volvería a ver así en mi vida. Siete días después de esa visita, Ivet me llamó a contarme que Pere, un día antes de volver a su centro siquiátrico, se lanzó desde un décimo piso, después de visitar a su mejor amigo. Yo lo lamenté de corazón y le pregunté cómo se encontraba Carles. Me explicó que estaba contento por su hermano, que hacía tiempo quería descansar de la vida en algún lugar más allá de ella. Quizá, con un poco de suerte, en ese lugar lo dejarían vivir tranquilo. Entendí, muy a mi pesar, que Carles tenía toda la razón. Ahora recuerdo ese día, que para mí fue tan especial, cuando conocí a tres locos juntos, hablando y riéndose de sus cosas, con la mayor sensatez e inteligencia que nunca vi en ningún set de televisión, o en mi triste vida cotidiana, que está llena de gente cuerda.

Johnny Winter–Stranger

7 de octubre de 2011

Un día en Europa

Invierno. Sábado tarde. Nada que hacer. Enciendo un cigarro junto con la tele y nada. Salgo al balcón de mi apartamento y veo la fachada de enfrente, y no noto nada diferente al día de ayer; bajo la mirada y pasan carros y gente, y carros, y gente. Nada. Vuelvo a mi sofá, miro la hora y marca las cinco y media de un día triste. No espero llamada de nadie ni quiero llamar a nadie. No hay partido de fútbol, ni hambre, y el libro sobre comunismo que está sobre mi mesita de noche me lo acabé hace días. Entonces pienso mirando la línea que se hace entre el techo y la pared: qué es lo que tanto le gusta hacer a la gente los fines de semana. Descansar del trabajo, tal vez, pero mi trabajo no es pesado. Verse con la novia, o salir con la familia a otro pueblo, quizá. Pero mi familia está a más de diez mil kilómetros y no tengo novia (me dejó por otro el año pasado). Entonces recuerdo que tengo carro y algo de dinero, y que nada ni nadie me esperarán esta noche en mi casa. Me cachetea un pequeño conato de libertad, pero sé que es una ilusión. Agarro la chaqueta y la bufanda, bajo al parquin y salgo en el carro en busca de nada, pero ahora al menos las cosas se mueven a mi alrededor. Enciendo la radio y escucho a un montón de personas hablando lo mismo que leí esta mañana en el periódico, y se me ocurre que ese trabajo es aún más liviano que el mío. Entonces mejor escucho al viejo Lou Reed mientras se pregunta quién es él, y eso sí me gusta, y canto al unísono Who Am I? mientras enciendo otro cigarro. En ese instante recuerdo que a él le encanta Barcelona y pienso que tal vez tengo más suerte que él, que debe estar aún preguntándose lo mismo en Nueva York, mucho más viejo que yo, y que por mucho dinero que tenga no puede montarse en su carro y llegar a Barcelona en una hora. Entonces busco la autopista y me voy a ese encuentro, sólo por joder a Lou Reed, al que escucho todo el trayecto hasta aparcar debajo de Las Ramblas.

Son las siete y algo, y no tengo hambre, y aún nadie me ha llamado y aún no quiero llamar a nadie. Tengo toda la noche para mí, y pienso que por lo menos veré buena arquitectura. No más al salir a la calle me golpea levemente esa brisa mediterránea que algunas veces confundo con una buena compañía. Le compro una cerveza a un magrebí que las vende en la calle a un Euro, y me dispongo caminar sin afán y sin rumbo. Solo y en paz. Pienso que ojalá pudiera hacer esto en mi país, pero allá sí tengo gente que le gustaría hacer cosas conmigo un fin de semana. Le digo a mi otro yo, vamos a analizar cada detalle de la cuidad. Y camino pensando que mi día podría ser una pequeña escena de una película de Jim Jarmusch: un don nadie que a nadie le importa y que no le importa nadie. Entonces pasan frente a mí tres ingleses borrachos que mientras se abrazan cantan Oh Show me the way to the next whisky bar. Hay de todo, europeos, orientales, latinos, africanos. Hay fiesta, diversión y alegría en el ambiente. Yo voy con mis manos dentro de la chaqueta, y sigo escuchando música en mis audífonos. Fumo de vez en cuando mientras veo las tiendas de altas marcas por el Paseo de Gracia. Ninguna tiene cosas de mi agrado, a excepción de los edificios que las contienen. Voy nombrando artistas en mi cabeza mientras los analizo con cariño, Gaudí, Toyo Ito, Tàpies, Domenech, Ferrater (un poco antes, en el carro, había pasado frente al gran falo luminoso de Jean Nouvel). Así también los estilos, este tiene que ser gótico, este modernista, barroco, este es muy raro, qué será, debe ser una mezcla, y este otro quién lo habrá hecho, es majestuoso. Es como estar en un sueño colectivo donde cada lámpara es una extensión de las barandas de La Pedrera, y fueron creadas exclusivamente para iluminar el alma enmarañada de cada persona. Nada mejor que estar solo en una ciudad hermosa, pienso.

Esta felicidad que por momentos aparece (haciendo alarde de su propia naturaleza), se va transformando en una figura de mujer hermosa. Debe ser la sensualidad del ambiente, me imagino. Entonces recuerdo a Oscar Niemeyer, que después de exponer toda su fantástica obra, sus impresionantes logros personales y profesionales, y en medio de risas termina con una frase fulminante: “al final, lo único que importa es la mujer", y me sonrío con él, o con la imagen que tengo de él. Son las once menos quince y ahora sí tengo hambre y me como lo primero que encuentro en la calle, un Dürüm Kebab de pollo. Me encuentro en la Plaza Catalunya, me siento en un banco y hago el ejercicio de recordar a todas las mujeres con las que he estado. Entonces aparece este sentimiento raro, que es una mezcla entre felicidad y melancolía, y lloro un poco, con gusto. Ya estoy cansado de caminar, me he tomado tres cervezas, y son las dos de la mañana. Me dispongo a volver a mi apartamento. No he hecho absolutamente nada en mi día, y no soy ni menos feliz ni más triste. De vuelta, mientras escucho los gritos de Jim Morrison caigo en cuenta que no jodí tanto a Lou Reed, que está en Nueva York en su casa, y tiene amigos, y familia, y puede hacer muchas cosas con ellos sin necesidad de ir a Barcelona, así la tuviera a una hora de camino.

Lou Reed - Who Am I?

22 de septiembre de 2011

Arquitectura desde Colombia, Quindío

El escritor y periodista colombiano William Ospina concluye después de varios estudios que Colombia es una patria joven y que no tiene una identidad definida. Que somos hijos inexpugnables de España y de otras culturas europeas y africanas. Que nuestra corta y turbulenta historia no ha dado tiempo para plantearnos lo que realmente somos, y que ese vacío ha dado pie para que nos identifiquemos con culturas foráneas más puras y no aceptemos nuestro menospreciado mestizaje.

Entiendo, en base a esta tesis, que si no tenemos una identidad propia a nivel cultural, obviamente no tendremos una identidad arquitectónica real, ya que de ésta se desprende lo primero, hasta que no definamos y aceptemos lo que realmente somos como colombianos. Es un problema estructural que se entiende gracias a las teorías de los filósofos Lévi-Straus o Michel Focault.

Desde mi postura como arquitecto colombiano acepto nuestro evidente mestizaje de culturas, aunque entiendo que se puede ser más o menos purista desde lo teórico-arquitectónico. Se puede decir —y de hecho se asume oficialmente— que es válido. Ya tenemos excelentes ejemplos de todas las arquitecturas europeas en diferentes etapas de nuestra civilización que son motivo de orgullo nacional. Contamos con representantes de la Arquitectura Moderna en nombres de grandes arquitectos como Guillermo Bermúdez o Diken Castro. También tenemos algunas obras arquitectónicas más auténticas, más colombianas si cabe, en el nombre del maestro Rogelio Salmona. Y actualmente contamos con excelentes exponentes de arquitectura contemporánea como Felipe Uribe de Bedout, Juan Manuel Peláez o Giancarlo Mazzanti. En estos últimos es evidente que se da un salto de gigante en un protagónico intento de equipararnos a otras arquitecturas, para poder alzar la cabeza en alto ante las evolucionadas culturas del continente europeo. Aunque tal vez eso pasó también el siglo pasado, y diría que pasa desde que somos Colombia: vamos imitando los gestos y pisando las huellas de esos gigantes.

Pero la arquitectura colombiana se duele de identidad propia. Nadie duda del talento, la capacidad técnica e intelectual de los más altos representantes de la arquitectura nacional, pero vale también dejar claro que nunca se ha establecido un lenguaje propio desde la aceptación de nuestro mestizaje cultural en su justa medida. Por lo menos pocos —yo diría que nadie, con permiso de Rogelio Salmona—, se han jactado de tenerla en cuenta a la hora de exponer y explicar su propia obra.

Entonces, si damos por hecho que no tenemos un arraigo cultural ni arquitectónico propio, no tiene mucho sentido que desde la academia se aborden filosofías europeas como la Deconstrucción del francés Jacques Derrida (que entendió claramente su ascendencia magrebí), si no tenemos claro nuestro Estructuralismo expuesto por Lévi-Strauss y Focault. Si no comprendemos y asumimos nuestras estructuras culturales, ¿cómo podemos deconstruirlas? El resultado siempre será vacuo e ingenuo. Es literalmente como querer construir una fachada contemporánea sostenida por una estructura frágil, simplemente por el hecho de querer quedar bien con alguien más. Este es uno de los aspectos que me preocupan como arquitecto colombiano. Aunque no pasa lo mismo en otras materias del arte nacional como la fecunda literatura de Fernando Vallejo, la poderosa pintura de Alejandro Obregón, y la emotiva escultura de Doris Salcedo, de los cuales hay que tomar viva nota.

Podemos ver los afiches de los más recientes concursos arquitectónicos y huelen a otras culturas. Casi se pueden emplazar en ciudades europeas sin notarse que sus autores son suramericanos, pudiendo ser perfectamente lo contrario: europeos edificando en Suramérica. Es decir, es casi un oxímoron arquitectónico. Y eso no significa que esté mal, es válido y necesario para las revistas internacionales y nuestro ego profesional. Pero siento que hace falta escarbar en nuestra tierra, analizar nuestras raíces, definir cómo debemos sembrar y cultivar lo que queremos fructificar, para que en unos años, diez o veinte, o treinta, comencemos a ver, caminar a través, palpar, fotografiar e imprimir en revistas internacionales lo que realmente somos, y podamos convencer a los demás connacionales que no somos más europeos —o lo que sea que queramos ser ahora—, y que somos, finalmente, colombianos.
A diferencia de las otras artes, la arquitectura se transita en las calles y se vive en el hábitat cotidiano, y su poder de influencia es más eficaz que las otras artes que sólo están en los museos o salones de intelectuales. Porque como es bien sabido, la materia que ahora nos ocupa, es capaz de influir en las personas de una manera directa mediante su propio comportamiento.

No estoy hablando de algo nuevo. Esto ya se ha hecho en otras culturas colonizadas como México, Brasil o Australia, que podemos comprobar en la obra del poeta Luis Barragán, del sensual Oscar Niemeyer o el ecologista Glenn Murcut, respectivamente. Ellos asumieron lo que eran, lo entendieron y lo expresaron en su obra, que es más actual que ninguna dejando claro lo que son en realidad: una mezcla de pasado y presente que da como resultado algo nuevo y auténtico.

El canal de televisión History, en una ocasión habló del departamento del Quindío bajo el título “Un lugar donde el tiempo no se mueve”, y es así como nos identifican hasta ahora. Es hora de comenzar a cambiar eso, de comenzar a mover el tiempo, y eso sólo se puede generar desde la academia. Siempre, claro está, con la mirada atenta del presente mundial que no para de evolucionar.

Elecciones, un cuento de niños

En época de elecciones siempre recuerdo un episodio de la serie de dibujos animados South Park, en el que los niños deben elegir la nueva mascota de la escuela y sólo tienen dos posibilidades para votar: una gran ducha vaginal y un sándwich de mierda (en inglés Giant Douche y Turd Sandwich, Temporada 8 - Capítulo 8). Así como suenan. El primero, la ducha vaginal es propuesto por Kyle Broflovski que es un niño judío de ideas liberales, y el segundo candidato, el sándwich de mierda es propuesto por Eric Cartman, un niño gordito ultra conservador.


El objetivo de los creadores es explicar de manera muy gráfica y metafórica, casi con plastilina, lo que vienen siendo unas elecciones políticas: casi siempre hay un candidato de izquierdas que dice ser progresista y honesto, y que promete que va a limpiar por dentro la política de la típica mediocridad y corrupción. Mejor dicho, promete eliminar lo malo y dejar lo bueno, así nunca se pueda conseguir ese objetivo, y así él mismo sea un mediocre. Igual que una ducha limpia la vagina de amenazas biológicas que no se van del todo o que de igual manera vuelven a aparecer. Y por el otro lado está el candidato conservador, bonachón, bien vestido, simpático y amigo de sus amigos, pero corrupto, con políticas retrógradas que no van cambiar nada porque cree que todo está bien como está. Es decir, un pedazo de mierda envuelto por pan de molde cuadrado acompañado de saludables legumbres, que igual no le van a quitar su tradicional sabor, pero se deja ver de una manera fresca y simpática.

En el desarrollo del capítulo se muestra a los dos niños intentando convencer a sus compañeritos que voten por su candidato. Kyle, de manera sencilla y sensata les recuerda lo importante que es votar y simplemente trata de convencerlos con la lógica simple: ¿cómo van a votar por ese pedazo de mierda? Pero Cartman tiene una estrategia mejor montada con una plataforma publicitaria divertida y llamativa, además viste de traje y luce bastante convincente defendiendo su oloroso candidato y por si fuera poco, los persuade dándoles caramelos.



Paralelamente hay un debate entre los candidatos donde se observa claramente que ninguno de los dos sirve para nada. Mientras la ducha vaginal intenta ser amable no convence, y el sándwich de mierda sólo quiere desprestigiar a la ducha porque como es obvio, ¿cómo se puede defender una mierda?, lo mejor es desprestigiar al adversario.

Al final del capítulo —que tiene muchos más matices—, un tercer niño, Stan Marsh, que es amigo de los otros dos, no quiere votar por ninguna de las dos propuestas porque le parecen estúpidas, pero finalmente opta por votar después de entender que posiblemente «siempre tendremos que elegir entre una ducha vaginal y un sándwich de mierda», y no hay otra opción.

Esto sólo lo retomo como una anécdota mental que quería compartir. Es simplemente una metáfora hecha con dibujos animados de niños. Menos mal, porque si esto pasara en la vida real el mundo sería un completo sinsentido.

10 de septiembre de 2011

Animales confesos

Si un día cualquiera saltaran subtítulos mentales involuntarios en la solapa de las personas y reflejaran nuestras más hondas emociones y pensamientos, podrían ser la clave de la verdad y una emocionante lectura de la confusión humana. La mente transparente, evidente, invidente. ¿Puedes imaginarlo? Una profusa locura inconsciente que brota del pecho de las personas. Subtítulos constantes, algunos rápidos y otros lerdos, según la capacidad de cada quien. Una transfusión de sentidos visibles en todas partes: En los televisores, en los púlpitos, en los mítines políticos, bares, aceras, escuelas… (¿Será por eso que los libros no tienen subtítulos?).

Serían subtextos de cemento duro, incorregibles, intachables, contundentes. Una penosa alquimia de sentimientos y pensamientos sin censura, morbosos pudores descubiertos, sanguijuelas avergonzadas que no se pueden tapar, dolores publicados, penas compartidas sin quererlo, incesantes imágenes de colores, y dolores, y hasta incluso felicidades tan efímeras como insípidas. Lastimaría al principio, como miles de punzones de sinceridad incontrolada que serían. Las calles inundadas de eso… ¿Puedes imaginarnos? Nos miraríamos con vergüenza y aceptaríamos nuestra naturaleza obtusa con abatimiento.

Nos aturdiríamos con lo que vemos, y un grito brutal nos llenaría de un tirón ese eterno vacío que sentimos en la vida, del que tanto escriben los poetas y pintan los pintores: La verdad, cruda, sin filtros ni interpretaciones, ni tampoco concesiones. Una amenaza aterradora que no nos dejaría hablar, para qué, todo lo veríamos. Los ojos se volverían más grandes, la lengua se quedaría tiesa sin saber qué decir, y los oídos ya no serían tan necesarios. La intuición no tendría lugar. Algunos correrían despavoridos, otros se abrazarían, y sería más fácil decir sí o no. La honestidad apestaría ácida en el ambiente, y haría mella en los ojos de los lectores hasta que les salieran lágrimas que humedecerían las calles, al principio; y los pesares, tal vez, al final del principio, ya no serían tan penosos.

¿Significarían el fin de nuestra humanidad?

Con el paso de los meses se tendría que hacer una bolsa de trabajo para reubicar a curas, empresarios, banqueros, políticos, periodistas, comerciales y publicistas… Ya no nos engañarían tanto, por qué, podríamos leer sus verdaderos pensamientos. Ya no serían protagonistas de nuestras vidas, si acaso de los pocos analfabetas que quedan. Las ideologías y religiones se mirarían entre sí con una mirada de pavor inconmensurable, porque ya todos sabríamos que somos lobos, y que nos gobernaríamos en manadas. Seríamos sin remedio, animales confesos.



6 de agosto de 2011

Colombia desde la distancia

Quiero a mi país, pero curiosamente me he encontrado que la gente se empeña en preguntarme que por qué digo que lo quiero si solamente hablo de sus cosas malas; me dicen además, que en lugar de resaltar las cosas malas debería destacar las buenas, y ser parte de la solución y no del problema. Es normal, y los entiendo, ya que encontrar en mi Facebook enunciados como “país de mierda”, “país inviable”, o “Colombia es-tamal” es pan de casi todo los días (No sé cómo siguen siendo mis contactos). He intentado explicarles muchas veces que realmente la quiero y que me importa tanto que sólo me queda hablar de sus cosas malas, porque las buenas ya las conocemos (asumiendo que son buenas). Soy una suerte de pastel envenenado como ya han dicho de nuestro ex compatriota Fernando Vallejo. Lo que quiero decir es que si no identificamos y reconocemos nuestros problemas no podremos solucionarlos. Lo que pasa es que nuestro país tiene tantos problemas, y todos a la vez que las soluciones nunca llegan a plantearse, porque solo hablar de los problemas nos ocupa todo el tiempo. Y cuando tenemos la suerte de que alguien salga con una idea lo banalizan y le dicen estúpido, tonto, incapaz, y demás barbaridades, como le pasó a Antanas Mockus el año pasado.

Por poner algunos ejemplos, voy a decir algunas cosas que me gustan y no me gustan, y espero que no molesten tanto, y que sean tan factibles de reconocer para usted como lo son para mí.

Respeto la idea de que somos un país feliz. Eso asumiendo lo que dicen algunas organizaciones internacionales (algunas veces he pensado que más que felicidad es demencia senil mezclada con alcohol), pero me preocupa que esa felicidad la paguemos al gran precio de la ignorancia.

Me enamora la candidez de las mujeres, pero me desconcierta que sean tan temerosas y no luchen por sus derechos de género (si se descuidan les van a quitar el derecho al aborto en caso de ser necesario, y seguro que se descuidan).

Me gusta que el deporte nacional sea el fútbol, pero no estoy de acuerdo con el manejo que se le da desde las organizaciones deportivas, y que no se le saque todo el provecho al gran talento de nuestros deportistas. Tampoco me gusta que no se preste el mismo apoyo (si se le puede llama así) a otros tantos deportes.

Amo el hecho de que tengamos tantos recursos naturales y aprecio nuestra valiosa biodiversidad, pero me molesta que esos recursos los exploten otros países como Canadá, Inglaterra, Estados Unidos, o España y nosotros no veamos ningún beneficio de eso.

Me encanta la amabilidad y la calidez en el trato de las personas, pero me molesta que siempre detrás de eso haya una doble intensión para sacar partido (nótese en los taxistas o en los vendedores de carros). Y que además le llamemos a eso Malicia indígena. Al contrario, pienso que los indígenas eran más bien inocentes y correctos, y esa malicia entró por otro lado.

Por ejemplo también me gusta el humor colombiano, pero me da pena que maten a los humoristas como Jaime Garzón, del cual ya se van a cumplir 12 años de impunidad de su asesinato (por cierto, me adhiero a su pensamiento cuando decía que amigo es aquel que nos dice la verdad).

Me parece muy bien que según las Naciones Unidas seamos un país con democracia y organismos de control, pero me indigna que en realidad sólo haya un partido político en el poder, porque el resto se le pegan para comer de las cuotas burocráticas y la corrupción, y que además le llamen a eso de una forma tan bonita: “Unidad Nacional”. Y es que si no hay oposición no hay control al Gobierno y por eso hacen lo que hacen.

Y para terminar, también respeto su religión predominante, soy católico de crianza, pero me horroriza la gran autoridad que tiene la Iglesia Católica (con todos sus atrasos ultraconservadores) en la administración nacional, para muestra un botón: el señor Procurador de la Nación. Es que resulta que hay más religiones en nuestro país, y así no lo creamos, hay ateos también, y no pasa nada con eso, cada uno cree o no cree en lo que quiera, por lo menos eso es lo que dice nuestra Constitución.

En fin, yo soy colombiano y no me resigno a aceptar a Colombia tal cual como está, quiero cambios. Lo que no quiere decir que no la quiera, todo lo contrario. Es decir, quiero que quede claro que es todo lo contrario.