7 de octubre de 2011

Un día en Europa

Invierno. Sábado tarde. Nada que hacer. Enciendo un cigarro junto con la tele y nada. Salgo al balcón de mi apartamento y veo la fachada de enfrente, y no noto nada diferente al día de ayer; bajo la mirada y pasan carros y gente, y carros, y gente. Nada. Vuelvo a mi sofá, miro la hora y marca las cinco y media de un día triste. No espero llamada de nadie ni quiero llamar a nadie. No hay partido de fútbol, ni hambre, y el libro sobre comunismo que está sobre mi mesita de noche me lo acabé hace días. Entonces pienso mirando la línea que se hace entre el techo y la pared: qué es lo que tanto le gusta hacer a la gente los fines de semana. Descansar del trabajo, tal vez, pero mi trabajo no es pesado. Verse con la novia, o salir con la familia a otro pueblo, quizá. Pero mi familia está a más de diez mil kilómetros y no tengo novia (me dejó por otro el año pasado). Entonces recuerdo que tengo carro y algo de dinero, y que nada ni nadie me esperarán esta noche en mi casa. Me cachetea un pequeño conato de libertad, pero sé que es una ilusión. Agarro la chaqueta y la bufanda, bajo al parquin y salgo en el carro en busca de nada, pero ahora al menos las cosas se mueven a mi alrededor. Enciendo la radio y escucho a un montón de personas hablando lo mismo que leí esta mañana en el periódico, y se me ocurre que ese trabajo es aún más liviano que el mío. Entonces mejor escucho al viejo Lou Reed mientras se pregunta quién es él, y eso sí me gusta, y canto al unísono Who Am I? mientras enciendo otro cigarro. En ese instante recuerdo que a él le encanta Barcelona y pienso que tal vez tengo más suerte que él, que debe estar aún preguntándose lo mismo en Nueva York, mucho más viejo que yo, y que por mucho dinero que tenga no puede montarse en su carro y llegar a Barcelona en una hora. Entonces busco la autopista y me voy a ese encuentro, sólo por joder a Lou Reed, al que escucho todo el trayecto hasta aparcar debajo de Las Ramblas.

Son las siete y algo, y no tengo hambre, y aún nadie me ha llamado y aún no quiero llamar a nadie. Tengo toda la noche para mí, y pienso que por lo menos veré buena arquitectura. No más al salir a la calle me golpea levemente esa brisa mediterránea que algunas veces confundo con una buena compañía. Le compro una cerveza a un magrebí que las vende en la calle a un Euro, y me dispongo caminar sin afán y sin rumbo. Solo y en paz. Pienso que ojalá pudiera hacer esto en mi país, pero allá sí tengo gente que le gustaría hacer cosas conmigo un fin de semana. Le digo a mi otro yo, vamos a analizar cada detalle de la cuidad. Y camino pensando que mi día podría ser una pequeña escena de una película de Jim Jarmusch: un don nadie que a nadie le importa y que no le importa nadie. Entonces pasan frente a mí tres ingleses borrachos que mientras se abrazan cantan Oh Show me the way to the next whisky bar. Hay de todo, europeos, orientales, latinos, africanos. Hay fiesta, diversión y alegría en el ambiente. Yo voy con mis manos dentro de la chaqueta, y sigo escuchando música en mis audífonos. Fumo de vez en cuando mientras veo las tiendas de altas marcas por el Paseo de Gracia. Ninguna tiene cosas de mi agrado, a excepción de los edificios que las contienen. Voy nombrando artistas en mi cabeza mientras los analizo con cariño, Gaudí, Toyo Ito, Tàpies, Domenech, Ferrater (un poco antes, en el carro, había pasado frente al gran falo luminoso de Jean Nouvel). Así también los estilos, este tiene que ser gótico, este modernista, barroco, este es muy raro, qué será, debe ser una mezcla, y este otro quién lo habrá hecho, es majestuoso. Es como estar en un sueño colectivo donde cada lámpara es una extensión de las barandas de La Pedrera, y fueron creadas exclusivamente para iluminar el alma enmarañada de cada persona. Nada mejor que estar solo en una ciudad hermosa, pienso.

Esta felicidad que por momentos aparece (haciendo alarde de su propia naturaleza), se va transformando en una figura de mujer hermosa. Debe ser la sensualidad del ambiente, me imagino. Entonces recuerdo a Oscar Niemeyer, que después de exponer toda su fantástica obra, sus impresionantes logros personales y profesionales, y en medio de risas termina con una frase fulminante: “al final, lo único que importa es la mujer", y me sonrío con él, o con la imagen que tengo de él. Son las once menos quince y ahora sí tengo hambre y me como lo primero que encuentro en la calle, un Dürüm Kebab de pollo. Me encuentro en la Plaza Catalunya, me siento en un banco y hago el ejercicio de recordar a todas las mujeres con las que he estado. Entonces aparece este sentimiento raro, que es una mezcla entre felicidad y melancolía, y lloro un poco, con gusto. Ya estoy cansado de caminar, me he tomado tres cervezas, y son las dos de la mañana. Me dispongo a volver a mi apartamento. No he hecho absolutamente nada en mi día, y no soy ni menos feliz ni más triste. De vuelta, mientras escucho los gritos de Jim Morrison caigo en cuenta que no jodí tanto a Lou Reed, que está en Nueva York en su casa, y tiene amigos, y familia, y puede hacer muchas cosas con ellos sin necesidad de ir a Barcelona, así la tuviera a una hora de camino.

Lou Reed - Who Am I?

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