8 de octubre de 2011

Una cosa de locos

Nada más entrar al apartamento veo que las paredes están forradas de libros, que hacen más angostos los pasillos de los ya de por sí pasillos angostos de las viviendas modernas. El ambiente perfumado a marihuana y en la sala dos viejos tomando té, que después me entero, son hermanos. Carles y Pere. Yo llego de visita con Ivet, ex compañero de trabajo y gran amigo mío, y de ellos. Los tres son enfermos mentales diagnosticados y oficializados por el gobierno de España. Son pensionistas y viven del Estado sin tener que trabajar, sólo tienen que preocuparse de su salud y de vivir dignamente, y cada mes reciben alrededor de mil euros sin tener que mover un solo dedo. Ahí, en estos momentos, es cuando uno empieza a entender el concepto Estado del Bienestar de Europa, que en otros países más al norte es mucho más sólido. De cierta forma, el gobierno entendió que tener esquizofrenia, bipolaridad o depresión, ya es una carga excesiva en la vida de un ciudadano. Una vez adentro los dos hombres nos saludan amablemente, nos ofrecen algo de tomar o de comer, incluso antes de sentarme es un sillón centenario, que está justo al lado de un viejo televisor en silencio, que pasa la secuencia de algún concurso que hace millonaria a la gente cuerda. Las risas mudas de los participantes se hacen aún más torpes en medio de los cientos de libros que decoran la sala.

Me sentiría en medio de alguna película en blanco y negro si no fuera por los cálidos colores del lugar. La sala es pequeña y los muebles muy grandes —seguramente se compraron para un espacio más generoso, ¿alguna masía, quizá? La luz que sale de una lámpara sesentera se hace tenue en las caras arrugadas y bondadosas de los tres amigos. Hay varios retratos de mujeres en las paredes, realizados con una técnica exquisita. Yo sonrío y agradezco cada acto de amabilidad, que me parece excesiva, me siento sin modular palabra, y sólo observo los pequeños detalles: la tetera está soportada por una hornilla sobre un candil; las porcelanas, que en su momento se habrán comprado para decorar, ahora sólo existen para evocar épocas mejores; y una guitarra acústica en un rincón olvidado me hace sentir como en la casa de un fantasma vivo. Yo me acomodo, y en cuestión de minutos me entero que no podría estar en lugar más confortable en mi vida.

Entre canuto y canuto las conversaciones no tienen principio ni requieren final porque ya se sabe de antemano que no sirven para nada. Sólo se hacen por ser consecuentes con esta visita eventual e inesperada. Hay un radiocasete al lado de Carles, que sirve para reproducir el blues de Juanito Invierno —como ellos le llaman a Johnny Winter. Se habla de cosas banales, porque ellos saben que el conocimiento es humilde, y alardear con él no combina bien con sus ropas sencillas, que a mis ojos se hacen sofisticadas. Alguno recuerda el barrio latino de París, donde todos tres han vivido en alguna época, para hablar con cariño de algún viejo amigo que ya murió. Saben más que yo de política latinoamericana, pero lo disimulan bien hablando de la vida de uno y de otro. Aunque son catalanes hasta le médula, tienen la amabilidad de hablar en castellano, como si yo pudiera entender las cosas que dicen, pero de hecho, al contrario de lo que pensara antes de conocerlos, nunca había entendido nada más claro hasta este día. Me entero que las hermosas mujeres de los cuadros son les seves germanas y la seva mare (esas cosas sólo se dicen en Catalán), y que los pintó Carles, hace muchos años, claro.

Entre un poco de estupidez adrede en el ambiente, sale el tema de sus enfermedades. Ellos no se avergüenzan de estar locos, y lo que me sorprende aún más, no se enorgullecen de eso tampoco. Es algo natural, y así lo asumen. Pere está de permiso por unos días de su centro de salud. Me cuentan que ya conoce todos los centros de Catalunya y que ya está cansado de ellos. Dice, con un tono triste y mirando algún objeto que sólo está en su mente, que no lo dejan vivir tranquilo. Carles me cuenta que él no está en ningún centro siquiátrico, que vive en su apartamento y ya casi no baja al bar de la esquina, porque con el tiempo se le ha hecho insoportable. Normal, yo tampoco soporto los bares españoles. Ivet es el menos loco de los tres, pero ha tenido episodios de su vida que hacía todo lo que le mandara la estatua de Jaume I, instalada en el paseo marítimo de Salou, el pueblito donde estamos. Pero él no veía a don Jaime, sino que veía un ángel bondadoso que le ‘daba señales’. Hablan de sus penas como si ellas fueran su razón de ser, y me identifico plenamente con ellos, aunque yo no tenga mucho qué contar que pueda igualar sus aventuras mentales, pero me hacen sentir como el paria más aceptado del mundo. Nuestra banda sonora se enriquece con Neil Young, Jimi Hendrix, Gary Moore y Nick Drake. En medio de las paredes encuentro un título que leí hace muchos años, El poder del ahora, de Eckhart Tolle, y se lo comento a Pere, que me dice que no lo ha leído. Seguramente en ese momento no quiere hablar de ningún libro. Lo entiendo y no busco más títulos que me sean familiares. La noche transcurre entre risas, halagos completamente innecesarios de Ivet hacia mí que siempre le reprocho, y algo de vino tinto. Ya muy entrados en confianza, de alguna boca salen palabras que encuentran la rima en la siguiente, tomando algún sentido retorcido que nos hace partir de risa. Yo estoy feliz de verlos a ellos felices, y de que me hagan feliz con cosas tan simples.

Nunca los había visto juntos, y nunca más los volvería a ver así en mi vida. Siete días después de esa visita, Ivet me llamó a contarme que Pere, un día antes de volver a su centro siquiátrico, se lanzó desde un décimo piso, después de visitar a su mejor amigo. Yo lo lamenté de corazón y le pregunté cómo se encontraba Carles. Me explicó que estaba contento por su hermano, que hacía tiempo quería descansar de la vida en algún lugar más allá de ella. Quizá, con un poco de suerte, en ese lugar lo dejarían vivir tranquilo. Entendí, muy a mi pesar, que Carles tenía toda la razón. Ahora recuerdo ese día, que para mí fue tan especial, cuando conocí a tres locos juntos, hablando y riéndose de sus cosas, con la mayor sensatez e inteligencia que nunca vi en ningún set de televisión, o en mi triste vida cotidiana, que está llena de gente cuerda.

Johnny Winter–Stranger

2 comentarios:

  1. En el mundo de gente cuerda, lo cotidiano se convierte en la motivacion de vida y se olvida la esencia de lo que es ser humano. Disfrute muchisimo tu escrito y me senti que debo ir a leer a Cortazar. Gracias.

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