26 de mayo de 2012

Colombia no tiene sentido

De cómo nos absorbe el país del cual somos y al cual no queremos pertenecer. Sobre esto quería escribir hace rato, pero no sé cómo abordarlo: es que no lo entiendo muy bien. No es algo que se pueda analizar tan fácilmente, por lo menos no para mí que me toca pertenecer a un sistema que no solamente no quiero, sino que me cuesta mucho respetarlo.

Llegué de España convencido de que entendería mucho mejor esta sociedad colombiana después de absorber otra cultura, que se supone es de la cual provenimos, y que entendiendo nuestras raíces me asimilaría mejor en la cultura resultante, que es la mía, pero no es así. Colombia no tiene sentido. No respetamos nada, ni las raíces, ni las nuevas pautas de globalización, ni el sentido común de la modernidad, ni mucho menos del presente mundial.

Pero he identificado dos cosas, que como es lógico acá, no tienen sentido ni valor ni nada por ser redundantes y según para qué tipo de oídos, rimbombantes, así que ahí van, con más razón:

Primero. La religión tiene absorbido controlado cerrado manipulado corroído y corrompido el pensamiento colectivo de la población. Eso ya lo sabía desde siempre y desde la distancia se nota más y mejor, pero estar de nuevo metido en el fango del cristianismo, catolicismo o evangelismo (para mí es la misma mierda con diferente olor) más tercos y oficialmente establecidos que nunca, es agobiante además de desgastante. Es desesperante. Todos, todos, todos son religiosos convencidos y es increíble que no haya un pequeño espacio para una duda al menos. Para preguntarse ese ¿por qué? tan famoso que ha marcado la historia de la evolución humana. De eso no se ve acá.

Y segundo. Por lo regular, casi con el mismo convencimiento de la existencia de un dios, la gente está convencida de que la política no sirve para nada, que es algo que simplemente pasa en una parte virtual y escrita del país (en los noticieros y los periódicos) y que no afecta para nada y de ninguna forma nuestras vidas. Que la vida es la de acá, la que sucede al rededores de Bogotá y que lo de allá no sirve para nada.

*Es decir: creen, se educan y se defienden firmemente en el mundo (imaginario) de los padrenuestros y avemarías y no el mundo (real) de la economía, la sociedad y la política.* 

La lista de anomalías y patologías socioculturales es larga y cansada. Podría seguir con el machismo medieval, el chouvinismo férreo, la cultura reguetonera, la ranchera y los Shots, la cultura de la telenovela, los anglisismos asumidos, el uribismo —ahora solapado—, el conservadurismo o el impresionante pasotismo respecto a la guerra interna. Son cosas que se dan todas juntas y en casi todas las personas (contradicciones, siempre, siempre contradicciones). Pero qué va, pareciera que ésto solo me importara a mí, y que viviera en un mundo abstracto que solo sucede en otro mundo que no es éste: el de afuera, donde todo no es como acá, «que la cosa acá es más dura y complicada» (se defienden).

Quiero resistir, pero no he encontrado la fórmula correcta. De eso sí estoy seguro. Por ahora solo funciona una, que es la misma que utilicé antes de irme, y consiste en encerrarme en la Internet, donde se vuelve virtual el mundo real, o viceversa, ya no lo tengo claro, como dije arriba.

Lo triste de mi caso, es que después de no estar viciado por estas incongruencias, después de haber pensado que lo superé en cinco años de exilio voluntario, y de equivocarme al pensar que podría entenderlo tan bien que lo podría volcar a mi favor, me entero de que no es así. La gente que quiero y que he resptado alguna vez me lo contraindican a cada momento. Es difícil aceptar que son así (que yo no soy así), que no van a cambiar y que debo respetarlos, que no debo desmontarlos de sus mundos porque simplemente no me aceptarían. Es jodido enterarse que simplemente no hago parte de ellos, que no hago parte de los míos. Porque el espejo que traje del otro lado del charco ya no me lo reciben a cambio del tesoro que tienen ahora, representado por la ignorancia, que es oro y que los hace felices. Cómo puedo quitarles eso, no tendría sentido, como éste país mismo.

14 de marzo de 2012

Tatuajes del alma

La memoria es una aguja tatuadora y la piel es el mismo lienzo. Los espacios y las atmósferas que están impresos en el cuerpo no se van nunca. Se quedan dibujados en algún lado por dentro, pero se sienten en la superficie del alma, que es la misma del cuerpo: la piel. El corazón proyecta emociones y la piel las plasma cual pantalla, transmitiendo sensaciones corporales que emiten desde ondas sentimentales.

Se me vienen encima los lugares y momentos que viví en España durante mi estadía, y es vivirlos de nuevo. Entiendo perfectamente que es normal que estén tan vivos, pues acabo de arribar hace poco más de un mes, pero la cercanía temporal no es lo que me conmueve. Me resulta impresionante cómo lo vivido se queda dentro por siempre. Somos un almacén de lugares, de aromas, de imágenes, de ambientes, de colores, de sabores y de sentimientos. Somos atrapantes y nos quedamos con todo por siempre porque tenemos la mejor licencia del mundo: existimos. Y cuando existimos en un lugar por tanto tiempo las cosas pasan a ser nuestras. Los hábitos continuos en determinado espacio son como rellenar páginas de un cuaderno con una misma frase. Te la aprendes para siempre. Porque somos escritores de momentos, y somos memoria constante que los atrapa y los almacena, cada uno a su manera.

Me alegro de poder recordar, de poder vivir de nuevo, de tener encima el peso de los momentos, buenos y no tan buenos. Son golpes sórdidos entre paréntesis que se dibujan con realidad y certeza. Me dicen, ‘aquí estuviste, aquí pasaste calor, frío, hambre, sed… acá reíste, acá lloraste…’. Ese acá que es lleno, que no deja lugar a dudas, que no concede y te tatúa cada que vuelve. Me alegro de vivir y revivir aquello que aunque se haya ido nunca nos deja.

18 de febrero de 2012

Un pescado revolcándose

Esta vez quiero compartir algo con mis amigos y colegas mi visita al Museo Guggenheim de Bilbao [Abril de 2010].

Es que no tener que nacer una o muchas generaciones después para poder conocer una obra arquitectónica, teniendo la certeza que es una de las más importantes en toda la historia de la humanidad, ya es de entrada, un privilegio muy grande. Yo recuerdo en mi época de estudiante que alguna vez me tomé la delicadeza de escuchar una clase de un profesor, que entre alumnos llamábamos Tribilín (tenia entre los dientes una luz próxima a la de los pilares de La Sagrada Familia), que nos explicó que había un loco que acababa de construir un museo en España, un arquitecto que estaba tan tostado que había hecho las paredes tan curvas, ¡que cuando terminaron el edificio no podían colgar los cuadros! Ese comentario nos hizo tanta gracia, que me obligó a investigar un poco de qué edificio se trataba. Pues sí, se trataba de este museo, el segundo de los cinco construidos hasta ahora en el mundo-mundial de nombre Guggenheim. Pues resulta que apenas ahora vengo a comprobar, que este señor se equivocaba —y espero que lo haya hecho intencionalmente para incentivar la investigación—, pues es un comentario tan desafortunado como sus dientes, ya que sí que se puede decir que el edificio es totalmente curvo, en su estructura, ¡pero hombre! lo cuadros se cuelgan tan normal como en cualquier museo, ya que hay salas de exposición para todo tipo de arte. Y cuando digo todo tipo de arte, es en el más alto sentido de la frase: escultura, pintura, cine, animé, fotografía, de todo, y en formatos nunca antes planteados.

Pues sí, me pegué la pela de recorrer 1.066 Km en carro —contados por el Google Maps— para ir a conocer el museo este. Pero si que valió la pena, o la pela. En todo el camino de ida, miraba para el cielo con la esperanza de que saliera un rayo de sol benévolo, que me permitiera ver las espectaculares escamas de su revestimiento más doradas, y así poder hacer mejores fotos. Pero no, estamos en primavera y en el país vasco el clima es oceánico, todo el tiempo cae una lluvia mariquita que moja pero que no empapa tampoco. Así que me conformé con saber que iba un día normal en la vida de todo bilbaíno, a ver tal joya. Una vez parados en Bilbao y al estar al lado de su ría, me palpitó el corazón tan fuerte como el día que caí en cuenta, que estaba en un salón de clases, estudiando arquitectura con 85 niños más, que creo, tenían las mismas ilusiones mías. La aproximación al museo es simple, y a medida que el visitante se acerca, éste se va asomando en medio de los edificios grises, como cuando te espera tu madre después de que te bajas de tu primera montaña rusa, con una sonrisa en la cara esperando que le expliques qué sentiste. Es un edificio alegre, fue mi primera impresión.

Llegué tan desprevenido como su imágen misma. Aunque conocía algo de este edificio, no me había puesto en la tarea de estudiarlo a fondo mediante libros, datos, tablas, descripciones o números. No. Siempre he tenido la firme sensación que un edificio se conoce, de verdad, cuando se vive. Así como no se conoce una buena película cuando te la cuentan, o así cuando te ves una película basada en un buen libro. No es lo mismo. La arquitectura no es simplemente imágen, no es simplemente áreas, volúmenes, vistas, fachadas, cortes, perspectivas, color, no. La arquitectura se crea con todo eso, pero es mucho más. Y parece ser que ese loco que decía el profesor Tribilín lo tiene muy claro. No me estudié sus plantas, sus áreas de exposición, sus folletos indicativos, casi ni me escuché las audioguías; llegué con la mente virgen, en blanco, sin prejuicios, para poder sacar mis propias conclusiones, fundadas únicamente en la experiencia de vivir una obra de arte.

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Me dejé llevar. Me identifiqué con el muñequito a escala 1:75 que puse en una maqueta de 7º semestre, que supuestamente servía para darle escala a la propia maqueta, pero yo, en mi habitación estudiantil, un día a las cuatro de la mañana (dejo claro que no me drogaba), intentaba ponerme en sus pies y poder recorrer la chanda de edificio que acabada de modelar, y que yo creía el mejor de mi historia académica. Quería recorrer mi edificio. Pues ahora, sé lo que es recorrer un gran edificio realmente, no como mi mierda de maqueta, que al final, sí resultó ser la mejor que he hecho. Así pues, iba de espacio en espacio, con un gozo, que se asemeja cuando me succionan con una preciosa y femenina boca mi falo elevado a su máxima expresión mientras cierro los ojos y mastico un chicle. Hubo un momento en el recorrido que me causó tanta gracia que lo contaré. Mientras apreciaba una escultura de Richard Serra —uno de los mas prodigiosos escultores de nuestra época—, que se recorre y se asemeja a un laberinto curvo, sin sentido, y cuyo único objetivo es desorientar a su observador-caminante, un niño de unos 8 años, al terminar el recorrido que plantea el artista, que es muy largo, dijo con cara de enfado la expresión más española que conozco: ¡me cago en la ostia! Me dejó entrever cuál será su recuerdo de aquella escultura tan famosa, que no hace más que 'sacar la piedra', desde el punto de vista del niño, claro está. Nada que ver con mi humilde experiencia de mi visita al museo Quimbaya de Armenia Quindío, tan sencillo como la cultura que representa, cuando tenía los mismos 8 años, y que me dejó por siempre un sabor cálido en el alma y que vuelvo a vivir cada vez que lo visito.

Un chino que pinta telas con pólvora, esculturas de yeso que se desbaratan a medida que evoluciona su exposición, animé japonés mezclado con estatuas estilo Manga, por ahí vi la nena de Sailor Moon empelota (buen apunte del artista), películas de africanos que cuando hablaban no se entendía nada —como es natural, pero no estaban traducidos los diálogos—, dibujos de niños, barcos encallados repletos de cerámica por dentro. Bueno, hay de todo y para todos los gustos, pero lo que más me impresionó dentro de la muestra, es una escultura de 99 lobos feroces elaborados a escala real (yo juraría que son reales), que cogen impulso de varios metros, vuelan cuales renos de Santa Claus, y se estrellan estrepitosamente contra una pared de cristal. Se levantan indignados y vuelven y se tiran de nuevo cumpliendo el mismo ciclo anterior, que aunque no consiguen nada más, aparte de destrozar su integridad física, van a seguir haciéndolo por los siglos de los siglos. Casi un performance interpretado por animales. Me sentí igual que Neo, cuando estaba entendiendo de qué putas se trataba la película Matrix (porque estaba volando igual que todos los espectadores), y a Morfeo le tocó parar la pelicula para explicarle, y explicarnos, y ¡Tuc! ¡Se paraliza todo! Y te encuentras en un mundo totalmente fatuo. Ese sentimiento se acentúa más cuando en la leyenda se explica que la pared de cristal, tiene las mismas medidas que el muro de Berlín.

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Artista: Cai Guo-Qiang
Y así fui caminado con calma el recorrido que el museo me planteaba instintivamente, sin giros de 90 grados para ver la siguiente galería, todo fluía, todo estaba iluminado correctamente, en su punto perfecto, los materiales que construyen el edificio son únicos, aunque sean yeso, hierro, cristal o pintura plástica. Están en su lugar. Existe unidad, como me explicó alguna vez uno de los pocos profesores buenos que tuve.

Al final, después de todo el recorrido, me senté a ver la entrevista del loco que se atrevió a construir un edificio que parece hecho con los mismos colores de sus sueños, que se atrevió a construirlo con materiales de nuestro mundo, y que sólo él tuvo la grandeza de corresponder y contradecir a todas las expectativas de los grandes artistas contemporáneos, de la gente normal y de callar la boca de uno que otro político necio. Frank Gehry. Un viejito con el alma más joven que la de Peter Pan, dice dos o tres cosas que todos sabemos de su obra, pero después dice algo que me parecio cautivador. Un día estaba desesperado buscando el material adecuado para el revestimiento del edificio, intentó con acero inoxidable, con cobre, los metió en diferentes ácidos para 'sacarles algún sentimiento' sin conseguirlo. Luego, accidentalmente se encontró en su oficina un trozo de titanio, así que lo colgó en un poste al otro lado de la calle y exactamente ese día, llovió. Así que desde su ventana observó que este material por efecto de la lluvia, cambió de plata a dorado. Su forma de contarlo y su cara reflejan lo que sintió en ese momento: Le pareció algo simplemente hermoso. Entendí que no fui tan desafortunado de ir a conocer el edificio un día lluvioso, porque lo vi perfectamente y tal como lo tenía en mi imaginación el día que decidí que tenía que visitarlo. Quería verlo dorado.

Así pues queridos amigos y colegas, aparte de todas las cosas que he explicado en esta nota, por la única cosa que me atrevo recomendar su visita, es por una muy simple. Por la noche, y estando más cansado que soldado en guerra, en plena etapa R.E.M. sólamente se pone a nuestro alcance algo que siempre hace falta en el mundo fatuo de Cai: cosas bonitas.

15 de febrero de 2012

En defensa de los hombres

Entiéndase los hombres por género humano, y entiéndase en defensa de como el enunciado por excelencia de los defensores de animales. Los defensores de los perros callejeros, de las ballenas, de los toros...

Nunca he maltratado a un animal y creo que eso certifica que nunca lo haré. No porque los quiera, sino porque me inspiran respeto. Pero confieso que estoy un poco harto de los autodenominados defensores de animales. Los que se indignan por cualquier cosa que les afecte, o que les amenace, o que les ofenda (si es que se puede ofender a un animal, no sé, seguro que alguno tiene una teoría científica que lo avala). Pero señores, qué esperaban en un país como Colombia, donde el gobierno asesina a miles de personas y la gente sigue viendo novelas como si no pasara nada.

La defensa de los animales me parece bien que se haga en Europa —y digamos que sólo en algunos pocos países—, porque en su Estado del Bienestar ya está solucionada la problemática social, y hay pocas personas que no tienen cobijo de su gobierno y no viven en condiciones adecuadas, o como mínimo dignas (que eso se esté desmoronando ahora es otra historia). Entonces, en ese caso vale la pena seguir con la tarea de defender a los animales, protestar por la matanza de osos o ayunar por la tala de árboles, si hay tiempo para eso, pues que se utilice por una causa justa. Allá, no acá, donde el problema de indigencia, de desplazados, de desamparados, en definitiva, de personas, es apremiante. Durante la Segunda Guerra Mundial no creo que los franceses ocupados por los alemanes tuvieran cabeza para pensar en que los tigres de Bengala eran explotados en circos, por ejemplo. O vaya uno a ver si un campesino desplazado tiene problemas porque los japoneses comen delfines. Y ya no digo de hacer un simple conteo de todos los defensores de animales a ver cuántos no son carnívoros.

El fácil ser mal interpretado en éste tema: no estoy a favor de las corridas de toros, ni de las carreras de caballos, ni peleas de gallos o perros. El tema es de las prioridades de las clases más favorecidas.

Acá, donde los niños indígenas se mueren de hambre, los semáforos son habitados y los mendigos están por todas partes como muertos vivientes, que se entre a defender a una decena de toros primero que a 4 millones de desplazados me parece de una insensatez lamentable. Creo firmemente que en un país donde no está solucionado el bienestar social deberíamos ordenar nuestras prioridades. Primero las personas, después los animales.


5 de febrero de 2012

Días de Sabina

Hay días como hoy que Joaquín Sabina habla por uno. Y al hablar, escribe por uno, siente por uno, declama por uno y canta por uno. Hay días que Sabina tiene todas las licencias para que interprete lo que él quiera, que por fortuna o por desgracia, es lo mismo que uno quiere.

Ese canalla eterno y ese genio sin mesura con precisión de cirujano me ha dejado cicatrices, que cuando son heridas son profundas, pero se cauterizan solas y al momento porque son quemaduras secas, aplicadas con el metal sincero de sus cuerdas vocales.

Hay otros días que después de sufrir por años, ese también curandero disfrazado me ha hecho paños tibios, y ha acariciado mi cabizbaja autoestima mientras me cubría una cicatriz más, o menos, no sé.

En ocasiones me ha hecho reír y me ha dado una palmada en la espalda con una carcajada, y después me ha masajeado el alma con otra verónica. Y en otras, simplemente me ha recordado a Cortázar mientras conducía por una carretera vacía que bauticé con lágrimas.

Y por ejemplo hoy, que es de él, muy a su capricho habló por mí con líneas incompletas:

[...] 
Ahora que tengo un alma que no tenía.
Ahora que suenan palmas por alegrías.
Ahora que nada es sagrado, ni sobre mojado, llueve todavía. 
[...]
Ahora que está tan sola la soledad.
Ahora que todos los cuentos, parecen el cuento de nunca empezar... 
[...]
ahora que el mundo está recién pintado,
ahora que las tormentas son tan breves, 
y los duelos no se atreven a dolernos demasiado...
Ahora que está tan lejos el olvido,
ahora que me perfumo cada día,
ahora que sin saber, hemos sabido
querernos como es debido, sin querernos todavía...

1 de febrero de 2012

La cara oculta del silencio

El silencio es importante en las películas. En todas, y en todo, no sólo en las películas. "La palabra es lo que sobra del silencio". Es vital en la vida, en la música, en el teatro, en los hospitales, en las miradas. La ausencia de ruido es vida. Y si lo vas a romper, el silencio, que sea mejor hacerlo con algo que valga la pena, algo que le aporte y lo mejore, porque sino simplemente será un ruido necio. Éste mundo que está lleno de ese ruido necesita más silencio y menos necios que no lo aprecien.

El silencio en arquitectura se traduce en espacio. Una plaza, un lleno, un vacío, amplitud. Eso es el silencio: amplitud. De ideas, de sentimiento, de vacío o lleno interior, de un sentir guardado, donde debe estar. Inconmensurable.

Acabo de verme La cara oculta del director colombiano Andrés Baiz, y me quedo con la hermosa figura femenina y la consabida sequedad masculina. Todo en su lugar. Pero sobretodo me quedo con el respeto que el ruido le tiene al silencio. No hay una frase que sobre y que no diga lo que es necesario decir, sin aspavientos. Los diálogos son medidos y calculados como engranajes en un diseño perfecto. Y la música es silencio que grita, y acalla al momento. La película es una melodía compuesta de silencios respetuosos (pleonasmos), somera y precisa que se muestra mediante secuencias visuales de similar sentimiento. Me encantó.


28 de enero de 2012

El Reggaetón mata

Yo, en medio de mi soledad europea tuve la mala suerte de que se me ocurriera una gran idea: volver a mi país. Y no es ironía. Resulta que es una idea grandiosa porque acá está mi familia y algunos amigos que quedan, y después de varios años fuera me di cuenta que al final eso es lo único que importa. Pero no deja de ser muy mala suerte, el ser colombiano; y no lo digo porque vuelvo a un país que está en guerra en el campo y los 'citadinos' no se quieren enterar; ni porque el catolicismo acá haya mutado en treinta mil sectas que enriquecen a charlatanes; ni porque dios no exista por su bondad, sino por la insistencia de la gente que va a esas sectas; ni porque esa misma gente se indigne más fácilmente porque un ignorante le pegue una patada a una lechuza, que por el asesinato sistemático de más de tres mil muchachos inocentes por parte del Estado. No. Eso ya lo tenía asumido antes de venir: lo digo porque al volver el Reggaetón me está matando.

No me deja en paz. Yo ni sé cómo se escribe ni quiero saberlo. Asumo que es una mutación demente del Reggae, que me parece bastante decente, y que algún genio centroamericano lo terminó en tón, así, sin ton ni son.

Para los que no sepan el Reggaetón también mata, y más cuando opera en un caldo de cultivo como Colombia. Donde el vivo es el que tiene más mujeres y el bobo el que estudia para tener un mejor futuro; donde el prestigio lo tiene una pistola y el desdén lo representa un libro; donde se va a aprender a una discoteca en lugar de a una biblioteca; y donde regularmente las mujeres entienden que el machismo sólo se da cuando les dan en la jeta, y no en las letras de las canciones. Mata porque les da licencia a los hombres para ser superiores a ellas tratándolas como objetos sexuales, lo que después se presta para que las controlen como se controla un televisor, y termina mutando en palizas que no cubren las pólizas, y en el peor de los casos, en muertes que no se registran en el noticiero RCN. Sin entrar a hablar de las pobres neuronas asesinadas en nombre del arte, ellas también fueron falsos positivos.

El otro día iba en el bus y escuchaba en una emisora local una canción que le decía a la mujer —porque hablaba de la mujer en forma genérica, que es el tema central del [de]género— que era una perra. Yo iba de pie y la chica de al lado repetía la palabra perra con mucho tumba'o mientras masticaba chicle, sin saber que la perra de la que hablaba Ñejo, eventualmente, sería ella.

También me pasa una cosa terrible. Trabajo con un muchacho de unos 20 años que pone Reggaetón todos los días, todo el día y a todo volumen en la oficina. El problema no es que nos toque escuchar su musica favorita, que lo es, sino que canta con un acento sensual, ordinario y montañero que tranquilamente puede montar un grupo que se llame Comuna 13.


A mi novia le encanta y no puedo hacer nada. La tiene poseída. Empieza el sonsonete que viene de alguna parte del centro comercial y sin que se dé cuenta se le empiezan a mover los hombros. A mis amigos les gusta igualmente —uno de ellos perdió a la mujer que ama porque la golpeó en medio de una fiesta reggaetonera—. Y no cesa de salir en la radio, en la tele, en las discotecas, en las calles y en la ciudad en general. Es una cosa gelatinosa que sale de todas partes y se mete por oídos de las personas. Es una terapia de grupo que dicta patrones de comportamiento y no hay nada que se pueda hacer. Simplemente queda por hacer lo que hago yo en mi oficina: sentarme en el rincón del bobo escuchando alguna otra cosa en los audífonos.

Pero todo lo anterior no es nada. El mayor problema que tengo es que además de ser colombiano, también cuento con la mala suerte de que el tipo de mujer que me gusta físicamente, generalmente empieza saludando "hola bebé, ¿qué más pues?".

25 de enero de 2012

El amor es su propio antónimo

[Si escribo lo contrario a lo que siento sería un no te quiero. Si lo exagero sería, eventualmente, un te odio]. No hace falta explicar mucho que los buenos sentimientos alguna vez se magnifican tanto que llegan a ser, ellos mismos, sus propios antónimos. Eso es el amor, su propio antónimo. Es una dualidad, una ambigüedad, una dicotomía, una partición, una duplicidad. Mejor dicho, una mierda. Una mierda que no tiene explicación, y la única que se me ocurre se resume en dos párrafos:

El amor nos acaricia y nos protege. Nos da seguridad, nos lleva a hacer cosas que normalmente no haríamos, nos hace superar nuestras incapacidades, nos fortalece y nos engrandece ante determinadas situaciones. Nos glorifica, nos rescata, nos consiente y nos permite levantarnos cuando entendemos que somos lo que somos gracias a él, que hace parte de nosotros y su poder nos hace heroicos ante la adversidad.

Dimorfismo:

El amor nos duele y nos maltrata. Nos da inseguridad, nos lleva a hacer cosas que normalmente no haríamos, nos hace dudar de nuestras capacidades, nos debilita y nos arrodilla ante determinadas situaciones. Nos derrota, nos hunde, nos aporrea y no nos deja levantar hasta que asumamos que no podemos contra él, que es dueño y señor nuestro y su poder nos hace pusilánimes ante la adversidad.

Queda demostrado entonces que el amor son dos cosas en una totalmente válidas. Una buena y otra mala que se dan a la vez, y es mejor no sentirlo, porque como ya lo expliqué en una entrada anterior, el amor justifica todo, y regularmente justifica más lo malo que lo bueno. Hay que reprimirse del amor, porque aunque lo bueno de él es positivo, lo malo de él, es muy negativo: porque nos guste o no, solemos amar más mal que bien. O es lo que yo más veo; ¿será mi pesimismo convencido?, o no, mejor, será el país donde vivo: básicamente porque depende de la educación que tengamos.

Por otro lado, en el querer está el respeto, la ternura, la paz, el entendimiento, la tolerancia, la complacencia y hasta la paciencia. Por eso algunas veces es mejor no permitirnos amar ciertas cosas (o personas) que ya queremos, porque simplemente no es justo estropearlas con el amor. Si el mundo quisiera más y amara menos, sería mejor.

22 de enero de 2012

El Minimalismo, yo, y mi otro yo

Me gusta la arquitectura minimalista. Me enamora la obra de Peter Zumthor, por ejemplo. Pero, ¿qué es el Minimalismo? Con un «menos es más» lo definió Mies van der Rohe y ahí nos dejó el problema. No obstante, si nos detenemos en éste postulado tan representativo, técnicamente, fue el resultado de la dificultad que éste arquitecto tenía para expresarse en inglés —la dijo ya en su etapa de Chicago— porque su idioma era el alemán y prácticamente sólo se podía comunicar con aforismos cortos para explicar sus ideas. Es decir, esa frase fue el resultado de una limitante idiomática. Entonces, la frase como tal ¿fue la solución a un impasse?; ¿fue la respuesta incompleta de una más compleja?; o por el contrario, ¿fue la sentencia bien lograda de un gran pensador? Muchos ya se decidieron por ésta última. A mí, para explicarme mejor, me gustaría quedarme con la primera, que supone que fue la solución a un inconveniente idiomático.

En base a esa simple frase y sus connotaciones técnicas, podemos pensar que el Minimalismo es el resultado de algo que si se minimiza —por obligación o por opción— su resultado será más congruente, más claro, mejor definido, e incluso, tan poderoso que eso que falta sigue omnipresente en la obra final. Se puede sentir por su ausencia. Minimizar no quiere significar omitir. Todo lo contrario: resume, comprime y simplifica un todo. Es un trabajo de sintaxis arquitectónica. La sola frase hace honor a lo que quiere explicar, porque aparenta ser simple y sin contenido, pero tiene bastante fondo.

Voy con un ejemplo. Para no alejarnos de Mies, hablemos de la casa Farnsworth. Tiene todo lo que se puede necesitar para vivir en ella. Suelo (elevado), paredes (de cristal), y techo (plano). Tiene todo lo que se necesita para que se sostenga, pilotis famélicos pero suficientes. Protege de todas las inclemencias meteorológicas y puede contener todos los muebles para que una pareja (para lo que fue pensada) pueda vivir confortablemente. Es decir, lo tiene todo, pero alguno podría afirmar que le faltan cosas. Faltan muretes para poner porcelanas, falta una salón de televisión, falta una barbacoa para compartir los domingos, falta ornamento exterior, falta decoración interior [faltan los adornos del arquitecto], falta una bodega para guardar trastos viejos, etcétera. En definitiva, falta lo que complementa y representa la identidad de las personas.

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Farnsworth House By Mies Van der Rohe (1945-1950)

Por esta razón alguna vez pensé que esa casa es perfecta para un ángel, porque agrede conciencias humanas y agrede personalidades mediante la falta de cosas terrenales. Porque la persona que viva ahí, en un lugar tan minimizado como ese, ya tiene que haber minimizado toda esa cantidad de ornamentos en sí mismo, y normalmente las personas no están dispuestas a soltarse de esos atavíos tan propios de su personalidad. Regularmente a las personas nos gusta nuestra propia impureza, que es lo que nos identifica y nos diferencia de la impureza de los demás.

Es como si la casa nos diera una lección, y nos hiciera una crítica —constructiva o destructiva, eso depende de cada uno— a nuestro pensamiento. Nos dice, ‘¿ves que puedes vivir en mí sin tanta necedad encima?, ¿ves que puedes estar más tranquilo sin tanta cosa inútil?, ¿ahora entiendes que no hace falta tanto adorno para ser más, y mejor? A mí me gusta la austeridad y la clase, ven te las enseño mientras me vives’. Es una edificación prepotente. Como su autor.

Por eso a mi primer yo, el arquitecto, le gusta el Minimalismo, porque tiene esa actitud cabrona y prepotente, lo admito a mi pesar. Pero mi otro yo, el profesional, no se niega a la realidad de las demás personas. Hay que tener cuidado a quién se le propone una casa así, una arquitectura así. Un cliente no quiere lecciones de vida, un cliente quiere un espejo. Un cliente se hace preguntas retóricas que necesitan ser contestadas por otra persona en el idioma correcto: en arquitectura, y esa persona, como lo demandan los estándares, debe ser un profesional en esa materia. El cliente tiene todo el derecho de tener su casa como él quiere, a tener su popio retrato. Por eso mi otro yo ya aprendió que aunque al primero le guste cierta arquitectura, y le guste que la casa Farnsworth le espete cosas, si se trata de la casa de un tercero se sentará a contestarle sus propias preguntas con complacencia, porque entiende que es lo que él necesita, un cómplice que alivie sus necesidades, en este caso, necesidades espaciales.

Para terminar de redondear esto de los gustos, Glenn Murcutt lo dice mejor que yo con otra frase harto minimalista: «una casa es como un traje; los mejores son a medida».

15 de enero de 2012

El poder del amor

Empiezo esta entrada diciendo algo que siempre queda bien: el verdadero poder de la vida es el amor. Es una frase muy a lo Juanes, John Lennon, Gandhi, Einstein, Mahoma, el Dalái Lama o Jesucristo; hombres de arte, de ciencia y de paz, pero hasta el guerrillero más famoso del mundo, Ché Guevara, hombre de guerra, también dijo algo similar: «el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor». Hace algún tiempo hasta se me ocurrió pensar que el Ché era un Jesucristo pero con metralleta, y me mantengo en eso.

Yo personalmente veo el amor en todas las cosas porque entiendo que cada una está hecha por amor, así sea amor por el dinero, o amor por la explotación hombre por el hombre, o incluso el amor por matar. El mundo está lleno de amor. Es nuestra materia prima. Entiendo, por ejemplo, que los españoles en toda su conquista de América cometieron el genocidio más grande la historia simplemente por amor. Por amor al oro, a la tierra y en nombre de Dios, el Ser más amoroso de todos. La Santa Inquisición, para no ir más lejos de la colonización, fue hecha con amor divino. Mataban a todo aquel que a la Santa Iglesia Católica no le gustaba, lo torturaban hasta que confesaba que era un hereje, lo quemaban, lo despedazaban, lo mutilaban poco a poco, y los verdugos dormían tranquilos porque todo lo hacían por amor. Ah, ese amor divino, qué bonito.

Hoy en día todos estamos llenos de amor, y sobre todo en nuestro país, el país del Sagrado Corazón. Por ejemplo la reciente toma paramilitar en Urabá, en esa que los Urabeños advirtieron en su comunicado «no queremos ver a nadie en la calle» —y no hizo falta decir, ‘porque lo matamos’—, fue hecho en nombre de la muerte de su cabecilla (asesinado en nombre del amor) que ellos aman, y sobre todo, valga aclarar, por amor a la patria. Y todos los secuestrados por los guerrilleros que llevan años perdidos, y enterrados, en las selvas nacionales infamemente también lo están por amor a la misma patria. Y los Falsos Positivos ejecutados por los militares (Crímenes de Lesa Humanidad) también fueron hechos por amor a esa misma patria. Qué patria tan amada, se podría decir. ¿O es que son tres patrias distintas? Y así cientos de cosas que pasan todos los días. Nuestro país es puro amor.

Los niños que mueren de hambre en Puerto Gaitán; nuestros hijos gordos, la guerrilla asesina, los paramilitares asesinos, los militares asesinos, la corrupción política asesina, el poder capitalista asesino, el narcotráfico asesino, las guerras, las masacres, las dictaduras, las revoluciones: la muerte. Todo eso está hecho por amor a algo. Amor al poder, al dinero, a la patria, amor por lo hijos, amor propio, amor a la libertad. AMOR. Esa palabra hermosa y peligrosa que justifica todo, desde pegarle a los hijos (queremos lo mejor para ellos) porque los amamos, hasta todo lo anterior.

Yo por eso no amo ésta patria —si es para matar por ella, no—, no amo a la Santa Iglesia Católica —si es para matar en nombre de ella, como los devotos sicarios, no—, no amo el Capitalismo —si es para esclavizar a sueldo a mis congéneres, no—, no amo el dinero —si es para matar o morir por él, no—, no amo la política —todo de ella, porque contiene todo lo anterior y muchas más cosas—.

Yo amo todo por lo que valga la pena vivir y no valga la pena matar, literal y figurativamente. Amo el aire por el que vivo, amo el sol que me da energía para despertarme todos los días, amo la literatura que me da razón para no amar lo que quiera, amo el horizonte poético del océano y el desierto, amo el arte que alimenta mis huesos, amo unas mierdas de muros, puertas y ventanas bien puestas en un simple edificio. En definitiva, amo las cosas que a nadie le importan y son tan menospreciables que no vale la pena matar por ellas. Por eso mi amor es insignificante para los demás.

Entonces, para no alargar el cuento, cuando sepamos de una nueva masacre, de un nuevo niño (si lo notamos) pidiendo limosna en el semáforo, de un familiar que se va a cumplir el servicio militar, o un nuevo vecino muerto en el barrio, podemos tranquilamente seguir sentamos viendo televisión y decir rascándonos la barriga, 'ah, todo eso es puro amor'.

7 de enero de 2012

Aquí entre nos

Aquí entre nos, confieso que me conmuevo fácilmente. Acabo de terminar un libro recopilatorio de varios discursos de García Márquez que dio en el trascurso de su vida y el último, que es éste, ya lo había leído antes y me volvió a sacar tres lágrimas felices. Mi capacidad de asombro sigue intacta y me gusta pensar que soy feliz por eso. En la cabeza se me olvidan rápido las cosas que me emocionan, tal vez porque la naturaleza de las emociones se caracteriza por que son pasajeras para la mente, pero tienen memoria intestinal, y cuando se repiten son fáciles de identificar en el centro del cuerpo, y del alma.

En otra ocasión, en otra nota de prensa que leí hace años, el mismo García Márquez habló de su elevada sensibilidad y termina su magistral prosa con una pregunta retórica: “¿Será que soy marica?”. Esa reflexión, la de un hombre que ha enfrentado él solo a gobiernos tiránicos, que ha sido amenazado de muerte por matones uniformados y exiliado de su país, que tiene una familia prolijamente cuidada y ha sobrevivido a los mayores improperios de otras personas a causa de sus propias convicciones, y de la vida infame por esa misma razón, y sólo se ha defendido valientemente con su única arma: la palabra, me hizo partir de risa. Fue fantástico.

La gracia está en que la sensibilidad no tiene que ver con el género, ni con el sexo, ni con la inclinación sexual (que son tres cosas diferentes), porque pertenece a un mundo metafísico y asexuado. Sin embargo hay quienes no lo entienden y tienen chistes sobre los arquitectos o los artistas, o cualquiera que tenga esa preciada capacidad de conmoverse con la belleza de la vida, que al final de cuentas venimos siendo del mismo grupo. En particular me refiero a uno, a un chiste trasnochado y machista que cuela mucho en las facultades de ingeniería: “¿por qué un hombre se decide a estudiar arquitectura? Porque no fue lo suficientemente macho para ser ingeniero, ni lo suficiente marica para ser decorador de interiores”, que regularmente es seguido por una carcajada desaforada que nunca entendí lo suficiente para hacerle eco. Está claro que el que hace el chiste se siente superior por haber escogido una profesión para machos, lo que indica aparentemente que el ser macho es ser superior, o mejor persona que una hembra, o algo similar. Sin comentarios.

Para ese ingenioso silogismo un amigo arquitecto, que es mucho mayor e inteligente que yo, hace algunos años me comentó en medio de unos tragos que le tenía una respuesta, “al que me cuenta ese chiste le contesto, ‘mejor no le digo lo que pienso de Usted porque no se reiría como yo lo acabo de hacer’”. En ese momento me pareció una sentencia resentida y sin fondo, a la que no le pedí explicación porque a lo mejor podría pensar de mí lo mismo que pensaba del aspirante a gracioso de turno: que era un bruto. (Apenas ahora me entero que sí entendí esa respuesta en su momento, de una forma muy primitiva, y que tenía que escribir esto para explicármela definitivamente).

Ese chiste lo escuché en varias ocasiones, en oficinas, en pasillos, en comités de obra, y seguramente lo escucharé más veces en alguna reunión de sofisticados constructores, y siempre contesté y contestaré de la misma forma, con un silencio complaciente que quisiera fuera acompañado con una sonrisa a lo David Gilmour. Porque por fortuna he escuchado en otro tipo de reuniones y lugares conmovedores y fabulosos —como los libros, las películas o las canciones— un aforismo que ahora estoy seguro mi amigo repetía en su cabeza mientras sonreía, “nunca discutas con un imbécil, porque te hará descender a su nivel y allí te ganará por experiencia”.

6 de enero de 2012

Qué era y qué debe ser la arquitectura

Siempre pensé que la arquitectura era la perfección de la naturaleza. Era un concepto cómodo y agradable que después con el tiempo le encontré un eco en el pensamiento de Oscar Wilde: “si la naturaleza fuera perfecta no existiría la arquitectura”, decía el famoso dandi. Pero con el paso de los años he cambiado esa concepción básica y prepotente. Y lo hice por una simple razón: el concepto de perfección es inalcanzable para el hombre, no está en su naturaleza, y al final simplemente es una idea pueril.

Es más, el hombre en toda su trayectoria ha hecho exactamente lo contrario: irrumpir, dañar, agredir la naturaleza para beneficiarse en su comodidad. La respuesta, después de la Revolución Industrial —que ha sido la tapa del asunto—, no se ha hecho esperar. La naturaleza reacciona y ataca. Se defiende como un ente vivo, que lo es literalmente, pero vivo de furia, con una personalidad superior. Y lo es. El mundo y lo que contiene es bastante superior a nosotros y somos simplemente una diminuta pieza más de todo su contenido.

A la naturaleza no podemos cambiarla, ni mejorarla, ni perfeccionarla, eso es un cuento resultante del gran ego de los arquitectos; ella por sí sola es perfecta, y nosotros en un afán de megalomanía inconsciente somos su imperfecta imperfección (porque ni para ser imperfectos somos perfectos, y no es doble negación, es simple decepción).

Ella en su bondad inconmensurable nos permite vivir. ¿Qué sería de nosotros sin el perfecto sol, sin el perfecto aire, sin la perfecta agua, sin la altitud perfecta para poder respirar, sin los perfectos frutos para alimentarnos? El sol nos calienta y nos aporta energía, pero si exageramos y creemos que lo controlamos puede producirnos cáncer; el agua nos permite ser (de ella somos un 75%) pero si no la respetamos nos inunda y nos ahoga. El viento nos acaricia el pelo y nos ha enseñado esa hermosa sensación de libertad, pero si no lo respetamos nos arrolla.

Así que después de esta breve y simple explicación a mí mismo me queda claro que la arquitectura no es, para nada, la perfección de la naturaleza. La arquitectura, muy al contrario de eso, debe ser una venia, respetuosa y humilde ante ella, que es nuestra madre.