Nunca he maltratado a un animal y creo que eso certifica que nunca lo haré. No porque los quiera, sino porque me inspiran respeto. Pero confieso que estoy un poco harto de los autodenominados defensores de animales. Los que se indignan por cualquier cosa que les afecte, o que les amenace, o que les ofenda (si es que se puede ofender a un animal, no sé, seguro que alguno tiene una teoría científica que lo avala). Pero señores, qué esperaban en un país como Colombia, donde el gobierno asesina a miles de personas y la gente sigue viendo novelas como si no pasara nada.
La defensa de los animales me parece bien que se haga en Europa —y digamos que sólo en algunos pocos países—, porque en su Estado del Bienestar ya está solucionada la problemática social, y hay pocas personas que no tienen cobijo de su gobierno y no viven en condiciones adecuadas, o como mínimo dignas (que eso se esté desmoronando ahora es otra historia). Entonces, en ese caso vale la pena seguir con la tarea de defender a los animales, protestar por la matanza de osos o ayunar por la tala de árboles, si hay tiempo para eso, pues que se utilice por una causa justa. Allá, no acá, donde el problema de indigencia, de desplazados, de desamparados, en definitiva, de personas, es apremiante. Durante la Segunda Guerra Mundial no creo que los franceses ocupados por los alemanes tuvieran cabeza para pensar en que los tigres de Bengala eran explotados en circos, por ejemplo. O vaya uno a ver si un campesino desplazado tiene problemas porque los japoneses comen delfines. Y ya no digo de hacer un simple conteo de todos los defensores de animales a ver cuántos no son carnívoros.
El fácil ser mal interpretado en éste tema: no estoy a favor de las corridas de toros, ni de las carreras de caballos, ni peleas de gallos o perros. El tema es de las prioridades de las clases más favorecidas.
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