7 de enero de 2012

Aquí entre nos

Aquí entre nos, confieso que me conmuevo fácilmente. Acabo de terminar un libro recopilatorio de varios discursos de García Márquez que dio en el trascurso de su vida y el último, que es éste, ya lo había leído antes y me volvió a sacar tres lágrimas felices. Mi capacidad de asombro sigue intacta y me gusta pensar que soy feliz por eso. En la cabeza se me olvidan rápido las cosas que me emocionan, tal vez porque la naturaleza de las emociones se caracteriza por que son pasajeras para la mente, pero tienen memoria intestinal, y cuando se repiten son fáciles de identificar en el centro del cuerpo, y del alma.

En otra ocasión, en otra nota de prensa que leí hace años, el mismo García Márquez habló de su elevada sensibilidad y termina su magistral prosa con una pregunta retórica: “¿Será que soy marica?”. Esa reflexión, la de un hombre que ha enfrentado él solo a gobiernos tiránicos, que ha sido amenazado de muerte por matones uniformados y exiliado de su país, que tiene una familia prolijamente cuidada y ha sobrevivido a los mayores improperios de otras personas a causa de sus propias convicciones, y de la vida infame por esa misma razón, y sólo se ha defendido valientemente con su única arma: la palabra, me hizo partir de risa. Fue fantástico.

La gracia está en que la sensibilidad no tiene que ver con el género, ni con el sexo, ni con la inclinación sexual (que son tres cosas diferentes), porque pertenece a un mundo metafísico y asexuado. Sin embargo hay quienes no lo entienden y tienen chistes sobre los arquitectos o los artistas, o cualquiera que tenga esa preciada capacidad de conmoverse con la belleza de la vida, que al final de cuentas venimos siendo del mismo grupo. En particular me refiero a uno, a un chiste trasnochado y machista que cuela mucho en las facultades de ingeniería: “¿por qué un hombre se decide a estudiar arquitectura? Porque no fue lo suficientemente macho para ser ingeniero, ni lo suficiente marica para ser decorador de interiores”, que regularmente es seguido por una carcajada desaforada que nunca entendí lo suficiente para hacerle eco. Está claro que el que hace el chiste se siente superior por haber escogido una profesión para machos, lo que indica aparentemente que el ser macho es ser superior, o mejor persona que una hembra, o algo similar. Sin comentarios.

Para ese ingenioso silogismo un amigo arquitecto, que es mucho mayor e inteligente que yo, hace algunos años me comentó en medio de unos tragos que le tenía una respuesta, “al que me cuenta ese chiste le contesto, ‘mejor no le digo lo que pienso de Usted porque no se reiría como yo lo acabo de hacer’”. En ese momento me pareció una sentencia resentida y sin fondo, a la que no le pedí explicación porque a lo mejor podría pensar de mí lo mismo que pensaba del aspirante a gracioso de turno: que era un bruto. (Apenas ahora me entero que sí entendí esa respuesta en su momento, de una forma muy primitiva, y que tenía que escribir esto para explicármela definitivamente).

Ese chiste lo escuché en varias ocasiones, en oficinas, en pasillos, en comités de obra, y seguramente lo escucharé más veces en alguna reunión de sofisticados constructores, y siempre contesté y contestaré de la misma forma, con un silencio complaciente que quisiera fuera acompañado con una sonrisa a lo David Gilmour. Porque por fortuna he escuchado en otro tipo de reuniones y lugares conmovedores y fabulosos —como los libros, las películas o las canciones— un aforismo que ahora estoy seguro mi amigo repetía en su cabeza mientras sonreía, “nunca discutas con un imbécil, porque te hará descender a su nivel y allí te ganará por experiencia”.

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