22 de septiembre de 2011

Arquitectura desde Colombia, Quindío

El escritor y periodista colombiano William Ospina concluye después de varios estudios que Colombia es una patria joven y que no tiene una identidad definida. Que somos hijos inexpugnables de España y de otras culturas europeas y africanas. Que nuestra corta y turbulenta historia no ha dado tiempo para plantearnos lo que realmente somos, y que ese vacío ha dado pie para que nos identifiquemos con culturas foráneas más puras y no aceptemos nuestro menospreciado mestizaje.

Entiendo, en base a esta tesis, que si no tenemos una identidad propia a nivel cultural, obviamente no tendremos una identidad arquitectónica real, ya que de ésta se desprende lo primero, hasta que no definamos y aceptemos lo que realmente somos como colombianos. Es un problema estructural que se entiende gracias a las teorías de los filósofos Lévi-Straus o Michel Focault.

Desde mi postura como arquitecto colombiano acepto nuestro evidente mestizaje de culturas, aunque entiendo que se puede ser más o menos purista desde lo teórico-arquitectónico. Se puede decir —y de hecho se asume oficialmente— que es válido. Ya tenemos excelentes ejemplos de todas las arquitecturas europeas en diferentes etapas de nuestra civilización que son motivo de orgullo nacional. Contamos con representantes de la Arquitectura Moderna en nombres de grandes arquitectos como Guillermo Bermúdez o Diken Castro. También tenemos algunas obras arquitectónicas más auténticas, más colombianas si cabe, en el nombre del maestro Rogelio Salmona. Y actualmente contamos con excelentes exponentes de arquitectura contemporánea como Felipe Uribe de Bedout, Juan Manuel Peláez o Giancarlo Mazzanti. En estos últimos es evidente que se da un salto de gigante en un protagónico intento de equipararnos a otras arquitecturas, para poder alzar la cabeza en alto ante las evolucionadas culturas del continente europeo. Aunque tal vez eso pasó también el siglo pasado, y diría que pasa desde que somos Colombia: vamos imitando los gestos y pisando las huellas de esos gigantes.

Pero la arquitectura colombiana se duele de identidad propia. Nadie duda del talento, la capacidad técnica e intelectual de los más altos representantes de la arquitectura nacional, pero vale también dejar claro que nunca se ha establecido un lenguaje propio desde la aceptación de nuestro mestizaje cultural en su justa medida. Por lo menos pocos —yo diría que nadie, con permiso de Rogelio Salmona—, se han jactado de tenerla en cuenta a la hora de exponer y explicar su propia obra.

Entonces, si damos por hecho que no tenemos un arraigo cultural ni arquitectónico propio, no tiene mucho sentido que desde la academia se aborden filosofías europeas como la Deconstrucción del francés Jacques Derrida (que entendió claramente su ascendencia magrebí), si no tenemos claro nuestro Estructuralismo expuesto por Lévi-Strauss y Focault. Si no comprendemos y asumimos nuestras estructuras culturales, ¿cómo podemos deconstruirlas? El resultado siempre será vacuo e ingenuo. Es literalmente como querer construir una fachada contemporánea sostenida por una estructura frágil, simplemente por el hecho de querer quedar bien con alguien más. Este es uno de los aspectos que me preocupan como arquitecto colombiano. Aunque no pasa lo mismo en otras materias del arte nacional como la fecunda literatura de Fernando Vallejo, la poderosa pintura de Alejandro Obregón, y la emotiva escultura de Doris Salcedo, de los cuales hay que tomar viva nota.

Podemos ver los afiches de los más recientes concursos arquitectónicos y huelen a otras culturas. Casi se pueden emplazar en ciudades europeas sin notarse que sus autores son suramericanos, pudiendo ser perfectamente lo contrario: europeos edificando en Suramérica. Es decir, es casi un oxímoron arquitectónico. Y eso no significa que esté mal, es válido y necesario para las revistas internacionales y nuestro ego profesional. Pero siento que hace falta escarbar en nuestra tierra, analizar nuestras raíces, definir cómo debemos sembrar y cultivar lo que queremos fructificar, para que en unos años, diez o veinte, o treinta, comencemos a ver, caminar a través, palpar, fotografiar e imprimir en revistas internacionales lo que realmente somos, y podamos convencer a los demás connacionales que no somos más europeos —o lo que sea que queramos ser ahora—, y que somos, finalmente, colombianos.
A diferencia de las otras artes, la arquitectura se transita en las calles y se vive en el hábitat cotidiano, y su poder de influencia es más eficaz que las otras artes que sólo están en los museos o salones de intelectuales. Porque como es bien sabido, la materia que ahora nos ocupa, es capaz de influir en las personas de una manera directa mediante su propio comportamiento.

No estoy hablando de algo nuevo. Esto ya se ha hecho en otras culturas colonizadas como México, Brasil o Australia, que podemos comprobar en la obra del poeta Luis Barragán, del sensual Oscar Niemeyer o el ecologista Glenn Murcut, respectivamente. Ellos asumieron lo que eran, lo entendieron y lo expresaron en su obra, que es más actual que ninguna dejando claro lo que son en realidad: una mezcla de pasado y presente que da como resultado algo nuevo y auténtico.

El canal de televisión History, en una ocasión habló del departamento del Quindío bajo el título “Un lugar donde el tiempo no se mueve”, y es así como nos identifican hasta ahora. Es hora de comenzar a cambiar eso, de comenzar a mover el tiempo, y eso sólo se puede generar desde la academia. Siempre, claro está, con la mirada atenta del presente mundial que no para de evolucionar.

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